martes, 23 de diciembre de 2008

El sobre rojo


Hace dos días casi sufro un ataque de ansiedad porque mi celular se apagó, y por alguna razón al encenderlo de nuevo me pedía el famoso PIN de reinicio; cuando algo así te ocurre, imágenes de tu vida se suceden a la velocidad de la luz en tu memoria y casi frente a tus ojos, algo así como cuando te llega el fatídico momento final. En este caso, las imágenes que se sucedieron en mi mente fueron más o menos de esta naturaleza: yo guardando la tarjeta del pin a buen resguardo en el bolsillo interior de mi cartera, yo guardándolo en el cajón derecho de mi escritorio, no, en el izquierdo; ahora dentro de un libro, ¿pero qué libro era?; ya sé, seguramente lo metí en una bolsita de papel que me dieron en una chocolatería, la conservé porque el diseño me pareció bonito y… No, no, ahora que lo pienso bien estoy casi segura que está en un bolsillo de mi abrigo, uno que no uso nunca; pero, ¿no lo habré metido entonces en la bolsita de papel y luego en el abrigo?...
Así que me levanto, voy a buscar la pinche bolsita de papel con el pin dentro, me abro paso entre la ropa de invierno y al final de los finales está ese abrigo que no me pongo nunca porque me cae mal, busco entre sus bolsillo y efectivamente, ahí está la bolsita de papel con el diseño ese tan bonito, miro dentro y está vacío, completamente vacío.
Entonces, ¿al final sí lo guardé o no lo guardé?, me lleva…, me lleva…x, ¿¡dónde fregados puede estar el $%&/=? el PIN de los… ?! Estoy que me lleva Pifas, pero respiro hondo, profundo, hondo. Trato de concentrarme y las imágenes ahora sí que son un verdadero desgarriate: yo guardando el PIN, yo tirándolo a la basura, enviándolo por paquetería en un sobre equivocado a mi jefe en Madrid, cocinándolo por error dentro de un pastel; veo a Roberto pegando la tarjeta del PIN en un cuadro justo por el lado de los numeritos, veo al PIN con un par de pequeñísimas alas doradas en el borde del balcón, justo en el momento en el que me avalanzo sobre él emprende el vuelo y se aleja sobre la línea del mar hasta que no veo más que un puntito rojo y oro, perdido para siempre.
Ante tal incertidumbre tomo una decisión: no pararé hasta dar con el dichoso PIN, así tenga que poner la casa boca arriba, quitar los cojines de sus fundas o descongelar el refri. Y en eso estoy, revisando todos los bolsillos de toda mi ropa, cajón por cajón, las páginas de cada libro en el estudio, y de pronto, de un libro, que no tendría ni porqué mirar dentro, cae un sobre rojo precioso sobre el piso, y no tengo ni qué mirar dentro para reconocer el sello inconfundible de su gusto: ese sobre contiene sin duda una carta de Claudia, atrás se queda el asunto tonto del famoso PIN, el reproche (muy justo) del cartero a quien encomendaron la entrega y lo olvidó (o sea, mi papá), y todo el berrinche que tenía antes de encontrarme con una letra que reconozco perfectamente, la hoja amarilla a rayas de una libreta familiar, y las palabras cariñosas de mi querida querida Claudia y su forma particular de dibujar las aes en posición final, lo respingonas de sus des, lo simpático de sus oes, sus comitas veloces. Me ha hecho tan feliz encontrar la cartita de Clau, se me iluminó el rostro, me emocioné y fui feliz.


Martha

Pd. Por cierto, el famoso pin apareció fácilmente, ya ni me acuerdo dónde, pero la verdad eso es lo que tiene menos importancia.

sábado, 20 de diciembre de 2008

Árbol de Navidad


Ahora que el 2009 ya llegó y la vida comienza poco a poco a normalizarse, vamos superando la novedad del año nuevo y debo pensar cuándo quitaré mi arbolito de Navidad, dónde meteré tanto adornito, tantas lucecitas; mientras cabilo sobre esos asuntos pienso que de todos los árboles de Navidad que seguramente han desfilado ante mis ojos, uno se grabó para siempre en mi memoria.
En realidad, el asunto del arbolito nunca fue lo mío, pero este fin de año era especial porque mi padre nos visitaba, porque era mi primer año en una ciudad lejísimos "de casa", en fin, por una vida nueva en sí, así que puse un árbol comprado en los chinos, con luces compradas en los chinos, adornitos comprados en los chinos, es verdad; pero fue vestido en una fiesta entre amigos, con mucha risa y cariño sincero.
Pero decía antes, mientras cabilaba sobre el sitio que ahora ocupará un arbolito de Navidad dormido durante 11 meses recordaba uno en particular, hace muuuchos años, cuando yo tendría unos 6 o 7 años, quizás menos. Era en Juchitán, una Navidad como muchas, sin novedad aparente, pero distinta para mí sólo por el detalle del árbol.
Durante un par de meses confeccioné una gran cantidad de adornos navideños hechos con papel terciopelo rojo y blanco, algodón y listón dorado: un ejército de Santa Claus, unos más gordos que otros, unos más sonrientes, otros más bien medio bizcos, con barbas largas, cortas, medianas; de todo.
Por su parte, mis primos de Juchitán y otros más que estaban en el DF hicieron lo mismo, así que al final teníamos una cantidad insultante de pequeños y disímiles adornos navideños, pero no teníamos árbol. En Juchitán la Navidad está bastante alejada de la Navidad de las postales con su paisaje eternamente nevado pero a buen abrigo de una chimenea o la luz mortecina de una cabaña de madera en el medio de un bosque mágico.
No, nuestras navidades eran más bien frescas, incluso cálidas algunos años en los que ignorábamos todavía lo del cambio climático y ya teníamos advertencias; teníamos comidas exóticas, rituales llenos de superstición, árboles en el patio trasero que simulaban ogros gigantes y nos mataban de miedo; teníamos carretas en las calles sin pavimentar, cementerios de colores, piñatas gigantes llenas de dulces, bicicletas, incluso días de playa y ojos de agua.
En aquella ocasión, no sé por iniciativa de quién, ni cómo ni dónde pero fuimos a buscar un árbol que sostuviera nuestros cientos de adornitos caseros, y dimos con un árbol tropical completamente seco, arrancado de cuajo de la tierra, perdido en algún paraje; lo trajimos a casa de mi tía Lupe, la anfitriona, y lo pintamos todo de blanco, todas y cada una de sus ramitas pintadas de un blanco total.
Era perfecto; tampoco sé cómo ni quién lo hizo, pero de pronto lo habíamos plantado en medio de la sala. Lo llenamos de luces, de guirnalditas de papel plateado y esferitas que habían sobrevivido ya muchas Navidades; a decir verdad, creo que aquello era una especie de Oda al reciclaje y yo tuve mi momento de gloria y felicidad cuando colgaba uno a uno todos mis Santas provista de una bolsa de clipes desdoblados. Mis primos hicieron lo mismo durante un buen rato hasta que nos agarró la noche y al encender las luces eso era lo más bonito que yo hubiera visto nunca, el non plus ultra de mis navidades. Entonces yo pensé que ahora sí era Navidad por fin en Juchitán, como en las películas y en las postales, que teníamos el blanco mejor elegido y que seguramente ni una sola casa de la ciudad podría competir con nosotros en eso, que la sala de la casa de mi tía Lupe era el ombligo del mundo, el primer sitio al que Santa iría en su trineo y que sin duda se llevaría uno de mis Santas de papel de recuerdo al polo norte.
Qué pena que no tenga una foto, y si la tuviera, quizás me daría cuenta que no es como yo creía, que el recuerdo y la infancia me traicionan, pero eso no importa, lo que sí he decidido en estos primeros días de enero es estrenar mis planes del año, tengo uno muy particular: cuando sea otoño me daré a la tarea de buscar en algún sitio un árbol seco que haya extinguido su vida y que esté dispuesto a despedirse vestido de blanco.

Foto: Federico Hamilton

domingo, 16 de noviembre de 2008

El gesto oriental


Para Francisco Machuca, a propósito del silencio

Jibeuro alude al amor filial, pensado cotidianamente como de supuesta facilidad, pero no, es complejísima; los dos personajes sobre los cuales se centra la atención del filme mantienen en todo momento un diálogo o un no-diálogo que en sí misma significa, es decir, el silencio no es una nada absoluta, significa y mucho, existe una conversación de gestos, una comunicación que no necesita las palabras. La elocuencia está en otra parte, en la proxemia por ejemplo. Yo creo que uno se siente muy agradecido como espectador y como lector por disfrutar obras como éstas que parecería que no dicen nada nuevo, tan sobrias en recursos pero que no pierden nada, en absoluto, por su sobriedad, sino que ganan fuerza, ganan voz, y que finalmente logran reinventar al amor cuando creemos que ya hemos visto todas sus caras.
Cuando pienso qué tienen en común el cine y la literatura oriental, novelas como La casa de las bellas durmientes, de Kawabata, o como Seda (que aun siendo de una autor italiano, Alessandro Baricco posee el cariz de la literatura oriental), asumo que, por principio, tienen en común la belleza, pero sobre todo el predominio del gesto; historias que en sí mismas son perfectas metáforas del signo; no sé si me aventuro demasiado al afirmar que es una constante del tema oriental. Seda por ejemplo, indaga en lo meramente visual y pone atención a los sentidos. Baricco tomó una anécdota como el pretexto para esta historia: un amigo le contó que un antepasado suyo tenía un negocio particular, viajaba de Italia a Japón una vez por año para comprar gusanos de seda. Por ahí leí alguna vez que Baricco sufrió su escritura porque se había impuesto un reto tremendo: no perderse en descripciones, pensamientos y escenografías, sino ir directamente a la acción, a los meros gestos, cosa que lo hace muy cinematográfico. Y tanto que ya existe una versión en cine, aunque no estoy segura de querer verla, pido que alguien tome la delantera y me diga.
Pero volviendo a la novela, Baricco lo logró, de verdad dotó a este texto de semiótica pura, que puede parecer pedante decirlo, pero sí cumple con ello, incluso en lo términos más formales. Sí es una historia de amor, y jamás cae en ramplonerías, todo lo que tiene que ver con el amor y nuestro desempeño en torno a él está plagado de marcas semióticas, gestos que todos vamos reconociendo frente a un interlocutor que no habla pero mira, se lleva la mano al cabello, inclina el torso, dilata sus pupilas, humedece los labios, baja los párpados. Por supuesto, Baricco no innovo en esos recursos, y seguramente se nutrió de la tradición literaria oriental.
Ese nivel elementa pero complejísimo de la semiótica está ahí, como está en La casa de las bellas durmientes y como está en Jibeuro, por supuesto conservando cada uno su rasgo. Son historias donde los diálogos verborreicos no existen, donde casi se prescinde de la palabra (hasta donde la literatura y el cine lo permite), para privilegiar a lo musical, a las imágenes, al gesto, ¡siempre el gesto!, son historias contadas a través de las texturas, de “paisajes de rostros”, como se le ha llamado, de aromas intuidos, y de toda clase de recursos sensoriales, pero sobre todas las cosas, aludiendo a todos aquellos signos que somos capaces de leer en común, más allá de las lenguas disímiles, las fronteras culturales y las preferencias estéticas. Tenemos mucho cine que da cuenta de lo que digo, y siguiendo con el asunto oriental (aunque Occidente también tiene grandes aciertos sobre el tema, para muestra todo el cine clásico mudo), pienso ahora en el cine de Wong Kar Wai y su película In the mood for love, una maravilla, y así podríamos seguirnos horas enteras…



Pueden encontrarla bajo los siguiente títulos dependiendo del país donde se encuentren: Jibeuro The way home (México), Camino a casa Sang Woo y su abuela (España)
 Dirección y guión: Lee Jung-Hyang. País: Corea del Sur. Año: 2002. Duración: 87 min. Interpretación: Yoo Seung-Ho (Sang Woo), Kim Ul-Boon (La Abuela), Dong Hyo- Hee (La Madre), Min Kyung-Hoon (Cheol-E), Yim Eun-Kyung (Hae-Yeon). Producción: Whang Woo-Hyun y Wang Jae-Woo. Música: Kim Hae-Hong y Kim Yang-Hee. Fotografía: Yoon Hong-Shik. Montaje: Kim Sang-Beom y Kim Jae-Beom. Dirección artística: Shin Jeom-Hee. 

sábado, 8 de noviembre de 2008

La habitación de la memoria


Hoy encontré esto, fechado el 17 de abril del 2007, no hace tanto, y hace mucho. Julián ya no es un bebé sino un niño, yo casi cumplo un año viviendo en otro continente, mi padre ya no vive en Progreso sino en Xalapa, y la vida siguió... Estoy en otra ciudad, y me agradezco mucho el detalle de dejarme estas pistas para la memoria, gracias a eso he podido visitar de nuevo una de mis habitaciones favoritas.

Abril de 2007, Calle Moctezuma casi esquina Xalapeños Ilustres, Xalapa, Veracruz.

I

Por principio, paso esta noche en casa de Claudia La Rata, Electra, Lisistratita, uno de mis amores más tremendos de la vida. Es bonito decir algo así sin más preámbulo y sin cuidado de que se malinterprete. Estoy en su estudio, un lugar que me es tan familiar y tan placentero que tiene el poder de soltar mi imaginación. Antes de que el bebé de Claudia, Julián, siquiera anunciara que llegaría al mundo, y antes de que Roberto “naciera” en mi realidad, pasé muchas noches en este estudio, que yo llamé mi cuartito; en realidad mi cuartito cumple varias funciones aparte de ser mi refugio, un lugar que me abraza. Es la biblioteca de Roberto (Benítez) y Claudia, supongo que con los años será el cuarto de Julián, ahora es vestidor de Claudia, cuarto con mesa de trabajo, planchador y archivo.
Lo que sea hoy mismo no importa; me gusta el color, sin más es verde, todo es verde, incluso los colores que hay aquí que no son verdes son verdes también. La alfombra, el sofá, las paredes, la puerta, los lomos de los libros y una cajonera sobre la que descansa un reproductor de discos compactos que nunca sé cómo funciona, todo es verde.
Me gusta todo, como digo, incluso la cortina a rayas blancas y amarillas sobre la ventana. Cada vez que entro aquí es como si viajara hacia un sitio lejano en el tiempo, no en la distancia, como ir a mi cuarto cuanto tenía diez años o estar sobre el sofá junto al teléfono de mi casa en Mina, en la secundaria.
Hay otros sitios que me hacen feliz como esta habitación, por ejemplo una esquinita del cuarto de Roberto en Marbella, entre la cama y la pared que da al corredor del edificio, ese espacio breve, no sé porqué; nuestro viejo departamento en la calle Sonora, uno de los lugares más felices de mi vida, sin duda; el patio de Juchitán, cuando la casita negra del fondo existía e íbamos a asomarnos los niños más atrevisdos, seguros de que allá espantaban, muertos de miedo, íbamos a molestar a nuestros propios fantasmas.

II

Aquí, en mi cuartito de la casa de Claudia me sucede algo que sucedía antes en la calle Sonora: imagino cosas, recuerdo aromas y reconozco rostros que había olvidado. No sé por qué sucede, pero esta vez decidí no ponerle freno y tomar con calma ese dictado. Ahora, por ejemplo, recordé un cuento que escribí hace mucho, un inicio de cuento porque tengo una especie de maldición que me impide terminar un texto, me atoro, ya no sé qué más decir, enmudezco y se me pone la mente en blanco o se me llena de ruido de todas las cosas y me bloqueo.
Ese cuento, “Matías”, comenzaba con unos versos que soñé (no sé si los habría escuchado antes o fueron producto del sueño) decía algo así:

Matías, alquimista y envenenador
a la siete de la noche se convierte en gavilán
a las seis de la mañana se devora un gorrión
a las nueve se levanta de su casa de algodón
con plumas y huesitos que le pican la garganta
Matías, Matías, cuando mueras algún día,
¿quién querrá tu alma?


Son frases obscuras, como de ronda de niños demoníacos o fantasmales. Luego, junto a ese personaje vino el “recuerdo” de algo que no sucede aún, pensé en el día que por fin venda la casa de Mina, mi casa de infancia, no sé qué pasará dentro de mí ese día; muchas veces siento que tengo la memoria perdida o completamente contaminada de historias, de rasgos falsos de las personas de mi niñez, que estoy confundida sobre el color de ojos de mi abuela o su voz (casi no recuerdo su voz y me duele tanto sentir cómo se diluye ese recuerdo), que no soy capaz de recrear un evento real pero sí contar con detalles momentos que nunca sucedieron.
Cuando venda la casa donde todo aquello sucedió, cuáles serán mis referentes, los necesitaré, la casa de Mina será también una construcción que no sabré distinguir como real o imaginaria al pasar de los años. Una casa, una ciudad, lo que guarda. Y aún así nada deseo más que soltar amarras, quemar esa nave y mirar hacia el sentido opuesto de aquella vida.
Casi al mismo tiempo vino a mi mente otro cuento que, para no variar, comencé con entusiasmo y olvidé por completo hace años “La playa”, lo retomé más tarde y escribí un par de páginas y se llamó entonces “Marbella”. Pero es un nombre erróneo para ese cuento, no es de ese tipo de playa, es más una playa como Progreso, un puerto que es un pueblo y de no ser por estar junto al mar, no tendría ninguna alegría; no sé cuál será el nombre definitivo, pero habrá otro más sin duda.
En una parte del cuento dice: “Casi oigo romperse la última ola antes de que me venciera el sueño. No había dónde esconderse debajo de aquella luz caliente y te miraba, te escuchaba entre el sopor remover la línea muerta de las olas, pensé antes de caer en el sueño que aquello era como perturbar a los muertos: tú removiendo el último espasmo lacio del mar.” Es un cuento triste, lleno de melancolía, habla de una partida, de la distancia, de cómo conservar intacto un recuerdo que irremediablemente se diluye, de la pérdida de la memoria también. Cuando escribía aquello tampoco sabía que una pausa así vendría después en mi vida, esta que vivo ahora, lejos de Roberto, muchos días como un nudo en la boca del estómago, intento distraerme también tanto como puedo, de la mejor forma, como si yo fuera dos personas y una se empecinara en guardar silencio y la otra en mantener la conversación.

III

Todas esas cosas están ahora en mi imaginación, incluso el ambiente de la novela de Laura Restrepo que leo ahora, incluso escenas de taxis en una película de Jarsmush o pequeños recuadros, fotografías. Bendita sea, es la forma en que construyo la vida, la forma en que puedo poner los eventos en el pasado y en orden más o menos cronológico, de otra forma no sería posible.
Tengo una profunda afición por las imágenes simples, la de los objetos y los espacios comunes, las fotografías de las habitaciones, tan llenas de historia y de memoria. Como decía al principio, en los días más oscuros y llenos de soledad siempre me viene bien pasar una noche aquí, en el estudio de Claudia. Siempre me viene bien, la noche es más breve y se me reconforta el corazón. Desde que Roberto no está, tengo un déficit de contacto físico, muchos de mis amigos, aunque amorosos a su manera, no suelen tocarme, parecen demasiados pudorosos con el abrazo. Julián me ayuda mucho con esa parte, la tibieza de su abrazo me da las endorfinas que hacen que las semanas corran bien.
Todas estas cosas juntas están fraguando en mí un deseo de contar, tengo varios días permitiendo que las imágenes se almacenen. Recién René, Angélica y yo tomamos el autobús a Mérida para pasar Semana Santa con mi papá, un bombardeo de sensaciones, imágenes, rasgos y voces se me hizo presente. Eso pasa siempre que viajo, las cosas que vienen a mi mente, transformadas, las escenas que mira por la ventana de un autobús, cosas que no se miran nunca a ras de calle, se van aglutinando una junto a otra, en desorden.
También he evocado mucho la imagen de mi abuela Cecilia, incluso en estos días hablé un poco sobre ella, me cuesta tanto decir cabalmente quién era ella en mi imaginario, qué clase de crueldad más inocente ejercía sobre su descendencia o con qué ternura recuerdo su cuerpo gigantesco, su cariño hacia mi, tan genuino, tan secreto y tan mío. Me cuesta mucho decir con palabras nada sobre ella, era como una fuerza de la naturaleza, como viento con arena, como Juchitán, era también como una música triste y delicada, o un aroma dulzón como de gardenias. Cuanta tristeza tenía mi abuela y cuánta lujuria en sus historias de amante joven que me contaba sin ningún pudor cuando yo era apenas una niña.
Con todo esto también quiero decir que existe algo que quiero contar, y no sé qué es ni sobre quién en particular, pero llego aquí y estas dos personas (que dije antes soy yo misma) no paran de interrumpirse.

viernes, 17 de octubre de 2008

La cuna y la ventana



La última habitación de la casa de mi abuela fue, durante mi niñez, una especie de obsesión, estaba construida de adobe, tenía una ventana de madera y barrotes rojos, y era también el cuarto de uno de mis primos, yo me asomaba a la obscuridad de un muchacho de pelo lacio y ojos de basilisco, ojos duros como puñetazos debajo de un antifaz.

Me sorprendía siempre trepada en aquella ventana solo para verle, para aprenderme rutinas de tarde de un adolescente que no era nadie, pero a mis ocho era mi máximo ídolo juvenil, y sobre todo, mío. Supe todas sus canciones de tanto pegarme a su puerta cuando él ponía su grabadora a todo volumen; sus cuitas, sus peores rencores de escucharle gritarse con una abuela que era una madre amorosísima a ratos y en otros una carcelera implacable; supe sus largas extremidades sujetas a una flexibilidad amorosa entre los barrotitos blancos de una cuna que no me animaba a dejar y lo arrastraba a él conmigo, dentro de ella, y le exigía canciones de cuna que me supo cantar, tuve a cambio de “señora Santana” delirio amoroso de adolescente, canciones prendadas de dolor y placer. Supe atorada aquellas mañanas de la protección; de magia, mejor que leyendo cuentos de hadas.

Él salía temprano y yo volvía en las tardes de la primaria a meterme en su cuarto que era fría como una cueva; me imaginaba dentro de un barco, mi escondite era la cámara del tesoro de mi emperador. Me calzaba sus tenis enormes y sus playeras limpias dispuesta a los gritos cuando me hallara hurgando entre sus cosas y me sacara a puntapiés de ahí, me clausurara la ventana roja y me mandara a dormirme sola de castigo por profanar esa especie de bote salvavidas que era su cama. Mi muchacho se hizo hombre, se hizo más fuerte su piel y sus manos, más lejano su abrazo; hasta que un día se fue. Tuve una ira, tuve la pena, la loca tortura de su partida. Mi corazón pequeñito vagaba en los rincones de su cuarto, desenfundaba sus discos, usaba sus zapatos, abandoné con apremio la cuna blanca porque ya no pude forzar mis huesos a su ausencia. La ventana roja se volvió otra cosa: boca que grita, se marchitó con el tiempo, perdió todo sentido aquello de treparme a sus barrotes.


Hace años que no lo veo, hoy José Luis, mi joven muchacho, conserva su mirada más turbia que brillante, es más obscuro su antifaz, es más profundo su aire de gánster y cada vez que por fortuna vuelvo a su abrazo me le aferro con el mismo amor de entonces y tomo apretada su mano para cruzar las calles y tengo otra vez pocos años y el cabello largo y la flaqueza y expuestas las costillas y él tiene el paso apresurado y doy saltos para llevar su ritmo y le miro las arrugas ligeras que el bronceado le marca y los ojos sumidos y es el ángel de la guarda que aguantaba la espalda rígida hasta que mi respiración le avisaba que me había dormido y salía como podía, de puntillas siempre, de mis pequeñas manos aferradas a sus manos, de mi prisión blanca y me dejaba dentro de los sueños donde casi siempre él era el superhéroe, un príncipe de tierras lejanas, el bueno de la película, el más fuerte y el más alto.
Xalapa, Ver., 11 de marzo de 2001


Ilustración: Ventana roja de Luis Gómez MacPherson
www.luisgomezmacpherson.com

domingo, 12 de octubre de 2008

Había una vía




A Claudia Electra Domínguez

En una ciudad llamada Mina, érase una vía del tren, érase un ferrocarril pasando con su estruendo. Uno frente a otro, dos padres tomaban las manos pequeñas de sus hijas mientras soportaban que terminara el desfile de hierro. Frente a los ojos de los padres se suceden distintas y una misma superficie oxidada. Frente a los ojos de las hijas una película continua de todas las panzas de los vagones del tren, y detrás, como un espejo, piernas largas y un par de zapatos de hombre junto a unos zapatitos blancos y tobilleras azules calzando las piernas nerviosas de otra niña. Ellas quisieron asomarse bajo las panzas para mirarse los rostros, agitaban los pies, miraban con asombro que respondía la otra en la misma forma. Se retuercen de las manos de sus padres, quisieran liberarse, saludarse, reconocerse. El tren hace un desfile que no tiene fin, desesperan los padres. Uno de ellos pierde la paciencia, camina en sentido contrario al tren, le irrita perder el tiempo. El otro toma su sentido, detesta esperar.

Los padres no se adivinaron siquiera, las niñas no se miraron los rostros. Caminan remolcadas por sus ellos, giran la cabeza, estiran sus cuellitos, tienen la esperanza de verse en una de esas. El tren sigue pasando con su estruendo, su procesión eterna. Se han dado la espalda por fin, pero si caminan ambas por el mundo entero manteniendo el sentido que llevan, algún día darán una frente a la otra. Cuando se encuentren habrán de preguntarse: ­ ¿Cómo te fue?

viernes, 10 de octubre de 2008

Papel tapiz

Para Lorena Ruiz, so far away, so close.

Miente quien diga que no guarda en la memoria un cariño por alguna habitación de la infancia. Quizás la habitación de la abuela, el de nuestros padres o la sala de algún tío, incluso el consultorio del pediatra o el comedor de una vecina. Y si ya estamos de nuevo en aquella habitación, díganme, ¿de casualidad no tiene papel tapiz en las paredes? Puede que sí. Hace unos días Lorena me contaba que su casa estaba en plena reforma: cambiaban el papel tapiz de las habitaciones. Lorena vive en Suecia, y hasta ese día supe que es la norma, que ahí lo que se lleva desde siempre ha sido el papel tapiz. «Ni los suecos saben por qué» (Lorena dixit). Así que aquella charla me devolvió al papel tapiz de mi casa en Mina cuando yo era niña (y por supuesto, era el inicio de lo ochenta).

Sé lo disparatado que puede sonar lo que diré: una casa en Mina en medio del calor tropical, con índice de humedad del 89% la mayoría del año, a unos pasos de una refinería petrolera (con todas su implicaciones), y en una calle que no vi pavimentada hasta inicados los noventa. Ahí vivía yo con mis padres, el sala, el comedor y una de las habitaciones tuvo durante años un papel tapiz entre verde/beige con cierto diseño victoriano/rococó que hacía un equilibrio forzoso con el mobiliario de recién casados de mis padres, al más puro diseño setentero, tenía un piso de cemento rosa sobre el que yo dormía la siesta sin mediar mantitas de por medio; teníamos también una radio consola con muchos botones dorados y fue durante muchos años la joya de la corona.

Recuerdo una ocasión en la que renovamos parte del tapizado y fue divertidísimo el primer día, sobre todo descubrir cómo se elaboraba ese cola transparente para pegar el papel, mi papá y yo fuimos a una tienda por los materiales, pasamos horas para decidirnos por un decorado que no fuera un disparate con el anterior, cuando llegamos a casa vimos que un disparate no era, en el sentido estricto de la palabra, pero… bueno, en fin.


Al final todo quedó perfecto, me divertí mucho, con las sobras de la cola transparente hicimos papel maché, empapelé un cajón de madera, las paredes de la casa de la Barbie, y la fachada de la casa de mi perro, pero no le hizo gracia. Con los años a nosotros también dejó de hacernos gracia y lo quitamos (ni pregunten), la moda se llevó aquello, y trajo las paredes con tirol, el esgrafiado, estilo liso, líneas, con cenefas, sin cenefas, deslavado y qué se yo. Aquel papel tapiz, el de la segunda empapelada (quizás antes hubo otro tipo pero yo, o no había nacido o no me da la memoria para tanto); decía, ese papel tapiz y yo nos volvimos a encontrar de nuevo muchos años después, cuando estaba en la universidad. En una ocasión en casa de Rebeca Martínez, quizás la primera vez que estuve ahí, vimos películas, oímos música en su habitación y cuando pregunté por el cuarto de baño me topé con él de golpe. La puerta del cuarto de sus padres estaba abierta y ahí estaba mi querido y olvidado papel tapiz, le pedí permiso a Rebeca para entrar un momento y de verdad mientiría si les dijera que algo no se me encogió por dentro. Me dio un vuelco en el estómago y ahora mismo que lo cuento siento cierta nostalgia de aquella vida tan disparatada, tan calurosa, con todas esas texturas incombinables, del olor del pegamento, el dibujo del diseño, y todavía más: me acuerdo de la ropa que traía puesta mi padre el día que pusimos el tapiz, de mi perro, de todo.

Quizás no venga a cuento enumerar los objetos a detalle, pero lo que quiero decir es que ese día en casa de Rebeca me acerqué al tapiz y puse encima la mano, me acerqué más para observar de cerca un recuerdo que de otra forma no habría podido contemplar. Y era como si desde esos pocos centímetros de la pared el mundo completo apareciera, del tapiz pasé a los muebles, el techo de zinc, las vigas negras, el suelo rosa, los objetos, la casa, los árboles, el camino hacia la escuela, mi banca, los útiles escolares, hasta que me fue posible mirar mis propias manos pequeñas manipulando una casa en miniatura donde tampoco combinaba el tocador de la barbie casada con un oso de peluche.

lunes, 6 de octubre de 2008

A propósito de espíritus...

Escribí esto hace mucho tiempo, mucho, casi no puedo creer que han pasado ocho años, y sinceramente no ha cambiado nada. Escribí esto una noche en una libreta de tapa dura, sentada a la mesa durante una cena con mi familia materna, estábamos todos en el patio trasero de la casa de mi abuela Cecilia en Juchitán. Seguro éramos más de treinta, era de noche, más de las doce; y era mayo. Nada ha cambiado, hace muchos mayos que yo no estoy, pero me apuesto lo que sea a que nada ha cambiado, salvo que me pierdo un poco de todo esto. Y no puedo escribir la conclusión de lo que comenzaba aquí:



"Por alguna razón, los que estamos acá, en la ciudad del polvo, permanecemos en una especie de santidad pagana donde llamamos a los santos que nos protegen para espantar a los malos espíritus; estamos todos acechados por quién sabe qué sombras y auras luminosas que luchan entre ellos por hacernos suyos, y se traen tal jaleo que nos arrollan y tropezamos en el escalón del patio, entre la desesperada mano extendida del ángel y los ojillos del demonio que desea con toda su saña que rodemos sobre los tabiques, que nos raspemos la panza.

Para entenderlo bien hacemos una suerte de asamblea de hermanos donde hablamos de su naturaleza, y en un par de vueltas ya no son dos fuerzas atacándonos sino muchas a la vez, de orígenes tan dispares que ya ni sabemos qué está mal, qué está bien; y vamos poniéndolos uno a uno sobre la mesa larga del patio hasta que ya no caben más y saltan sobre la tierra, se esconden debajo y entonces todos vamos recogiendo las piernas porque “como que sentí algo” y se nos encoge también el alma.


Algún traidor de su mismo miedo confiesa el escalofrío y ahí vamos en tropel a proclamarnos todos el blanco de los duendes y demonios que hemos ido invocando, ya corre uno para un lado, ya corre uno para el otro; se mueven las ramas del fondo de la noche, otro rompe un vaso de la vitrina en su carrera, en su celebración de volver a la tierra, y demonios tal como son nos miran con amor, espiándonos, con verdadera gana de manifestarse, de mostrarle a nuestro espanto su mueca de risa agradecida y luego salir disparados a espantar a los vecinos de junto porque a últimas a nosotros nos deben la resurrección y el sacrilegio bendito de haberles llamado".

Juchitán, Oaxaca, 24 de mayo de 2000.

domingo, 28 de septiembre de 2008

Dos veces yo

Tener dos nombres significa ser dos personas, al menos eso dicen. No es tan terrible si ambas poseen personalidades afines, pero puede desatarse un infierno interior si son totalmente disímiles y aun antagónicas. Algunos tienen la suerte de crear con ambos uno solo y así concilian en un solo cuerpo dos personalidades, casi todas las marías y todos los josés tienen esa suerte, quizás porque a José y María se les concedió pasar por humanos comunes y después, tras el nacimiento de Jesús, fueron otros. María Fernanda, José Ramón, María del Carmen, María del Lourdes, así, se convierten en Marifer, Joserra, Maricarmen, Marilú, etc.

Yo en cambio, formo parte de los que viven escindidos con una identidad doble. Alguna vez tuve la fortuna de ser una misma, hasta que tuve siete años; después todo cambió.


Si alguien me preguntaba entonces “¿cómo te llamas?” yo decía: Martha Aurita, que en nada fue simplemente Marthaurita. Pensaba que mi nombre era estupendo, muy largo, como el de una medicina, y redondo en su sonido, pero también cuando lo veía escrito pensaba que tenía forma de cubos o de vasos apilados, formados como tren. Además era un nombre lógico, pensaba. Si mi mamá se llamaba Aura era normal que me llamara como mi mamá y papá, pero en pequeño, por supuesto que mi papá no se llama Martho, pero él solía decir que ese nombre le gustaba desde siempre y la casualidad dio que a mi mamá también, en fin, que Marthaurita era una suma correcta.

El primer día de clases en la primaria la maestra se presentó, dijo su nombre, nos sonrió y se dispuso a pasar lista comenzando con los apellidos. Ningún niño la dejaba jamás terminar, apenas oímos nuestros dos apellidos levantábamos la mano y la maestra pasaba al siguiente, el siguiente hacía lo mismo, y así hasta el final.

Cuando escuché “Ordaz” levanté la mano y no esperé el segundo apellido. Al final de la clase la maestra entregó a cada uno un formato donde escribió nuestros nombres para que lo lleváramos a casa y nuestros padres pusieran ahí algunos datos. Lo tomé y vi escrito en aquel papel Martha Aura, me regresé al escritorio de la maestra y le dije: “mi nombre está mal”, ella lo tomó, cotejó con su lista y me dijo: “no, está bien, así está en la lista. Y tú niña, ¿ya sabes leer?”. Creo que no contesté su pregunta, sólo le dije: “no, revise otra vez maestra, mi nombre está mal”, yo también quise preguntarle si ella sabía leer… pero algún instinto me hizo quedarme callada. Ella me miró y creo que pronto le hice perder la paciencia, sólo me dijo: “lleva esto a tus papás, niña, y que lo devuelvan con los datos que les pido”.

Tomé el formato muy contrariada y bastante molesta. Cuando llegué a mi casa lo primero que hice fue sacar el formato de la mochilita. Aquello era algo muy grave. Cuando mi papá llegó a la hora de comer yo lo esperaba sentada en el comedor y el papelito desdoblado sobre la mesa. Apenas entró me miró y supo que algo terrible estaba a punto de pasar, así que sin más se sentó junto a mí y me dijo: “dime, ¿qué pasa?, ¿no te gustó la escuela?”. Yo dije que sí, que todo bien pero que había algo malo con mi maestra, que me había dado aquel papel con mi nombre mal escrito, yo le había pedido que lo revisara pero ella me dijo que no, que estaba todo bien, que así era mi nombre y punto.

Le iba contando cada detalle a mi papá y él se iba poco a poco echando el cuerpo sobre el respaldo de la silla, mirándome con mucha atención y rozaba su barba con el dorso de su mano. Hasta que tomó aire y me dijo directamente, temiendo mi respuesta: “¿y qué está mal, hija?” Yo no pude más y ahí dije “¡Cómo que qué está mal! ¡Mi nombre! ¡Mira, aquí dice: Martha Aura!, yo no me llamo así, me llamo Marthaurita!”.

Mi papá dice que aquello casi lo hace romper la carcajada pero no pudo porque se dio cuenta de lo dramático que todo eso era para mí, así que me tomó una manita y develó ante mí un secreto insoportable: que aquel era mi nombre, que sí, que me llamo Martha Aura y no Marthaurita como había creído todo ese tiempo. Para probármelo trajo mi acta de nacimiento y aquella fue la primera vez que lo veía y entendía qué era un acta de nacimiento. Leí atentamente el papel, casi no entendí nada de lo que decía, salvo los nombres de mis papás y el mío, claro, ahí estaba escrito, en negritas y con mayúsculas: Martha Aura. No hace falta decir que se me vino el alma al suelo. Yo ya no era una, sino dos. Dejé el acta de nacimiento en la mesa y me fui a mi cuarto, a pensar.

Yo no quería ser dos, o no podía o era demasiado para una niña ser dos personas al mismo tiempo. Así que después de mucho pensarlo, salí de mi cuarto y toqué en la puerta de mi papá. El leía el periódico, le hizo a un lado y me extendió los brazos, por supuesto fui hacia él y le dije lo que había decidido. Ya que tenía dos nombres había elegido uno solo, así que desde entonces sólo sería Martha y no Aura, Martha Ordaz y ya. Mi papá me abrazó y me dijo: “Te llamarás Martha, pero para algunas cosas tienes que decir tus dos nombres. Además tú y yo sabemos, aunque nadie sepa, que tu nombre verdadero es Marthaurita, ¿de acuerdo?” Yo acepté el trato, llevé al día siguiente el formato para mi maestra y ni siquiera mencioné nada sobre el día anterior, ella seguramente lo olvidó por completo. O quizás todavía se acuerda.

Pocos saben mi segundo nombre. Cuando se enteran parecen un poco sorprendidos. Los que tengan doble nombre sabrán de qué les hablo. Mi papá desde aquel día jamás me ha llamado más que Martha, el resto de mi familia jamás se enteró, pero por la costumbre y mi empeño se acostumbraron a llamarme Martha cuando se dirigen a mí, aunque sé que también me dicen Aurita, porque extrañamente algunos si se menciona el nombre de Aura dudan si se referirán a mi mamá o a mí, así que esa distinción ayuda, supongo. Un grupo muy pequeño, mi coto particular, entre los que están mis amigos más queridos y mi papá siguen diciéndome, en privado, mi nombre verdadero.

viernes, 26 de septiembre de 2008

La ciudad del polvo

Juchitán es uno de los sitios donde se van almacenando todas las cosas que recuerdo y las que adivino y las que invento. De todo lo primitivo de lo tribal que somos (los que algo tenemos de Juchitán) no lo ocultamos, como si se pudiera, además.

Ésta es mi muestra, no de las cosas como pasaron, no como son, sino de las cosas por sí mismas, no de los eventos sino de las risas o de los llantos; ésta es mi muestra de la tribu a la que pertenezco sin haberlo pedido, primero por el azar simple de la concepción y después con los años, por los rituales en los que me hice de ellos y los hice míos a un tiempo. Por esta especie de gran móvil suspendido manteniendo un equilibrio de muchas piezas diversas, de volúmenes y texturas distintas todas, pero unidas a nuestra manera, y también a nuestra manera con distancias insuperables.

Yo soy una, me muevo en una ciudad lejos del resto, con un ritmo que es otro también, pero no tengo forma ni voluntad de deshacerme de ese eje. Las razones para querer a los de la sangre no están en mi adn ni porque representen una fuente inagotable de explotación literaria (o quizás) sino en las voces de cada uno, en la complicidad, en lo mágico y lo terrible, mis razones para amarles a cada uno de maneras distintas esta justamente en lo que trataré de narrar.

Uno a uno, en desorden, todos. Y todo empezó, al menos en mi línea materna, en un ciudad que antes fue villa y antes no sé, lo mismo ha sido un pueblo, que un desierto, pero antes y después ha sido un imperio: Juchitán, Oaxaca, la ciudad del polvo.


Foto: Nuestra Señora de las Iguanas, Graciela Iturbide. Juchitan, Oaxaca. México, 1980

El patio

Mi abuela materna fue mi vecina en la primera casa en la que yo viví. El patio trasero de mi casa se unía al suyo y formaba un campo que bien visto era más bien pequeño, pero entonces me parecía que ahi era posible todo. Era el gran escenario de manos con lodo, dientes de tierra después de preparar pasteles y guisados de hoja. Un patio es el árbol del fondo, grabado con “papá y mamá”, el primer —quizás el último— amor de verdad, el que uno piensa para siempre; es el mejor escondite (¡lejos del pozo!, grita la abuela), es el estadio a reventar de un interminable partido de beisbol, la cachucha pa’trás, la rodilla raspada.

El nuestro, era un ring de boxeo y lucha grecorromana entre primos y hermanos por un partido de canicas, el árbol de mango grande imposible de trepar (mariquita el que se raje) y de pronto ya estás casi en la copa gritando que alguien te baje, es la piñata en brazos del primo gandalla corriendo entre el columpio, el pozo, las plantas intocables de una tía asesina por culpa de sus hortensias; los juguetes regados dondequiera, el patín del diablo, la bici ponchada, los soldaditos de mi primos enterrados en la esquina del terreno —los que murieron en batalla—, mi patio era un perro blanco y negro que fue también caballo, es el grito de “¡A comer! ¡Y lávense las manos!” sin entender por qué cosas tan distintas van pegadas.

La única bandera ahi era la camiseta de siempre, subiendo y bajando cada vez más pálida del tendedero que explotábamos. Los patios son historias de castigos y regaños, el lugar mejor para cavar la alberca (el gran sueño de la cuadra), el bosque, el desierto, el viejo oeste, la playa, los piratas, el mundo entero...

martes, 29 de abril de 2008

Mala memoria

Tengo mala memoria, o muy selectiva. Quizás poca capacidad para almacenar información útil. Quizás tampoco sea cierto y solo tengo un problema de "recuperación de datos". Necesito estímulos constantes para recordar los detalles. Aun cuando logro recordar un suceso, ciertas precisiones que me gustaría retener se me diluyen. Ahora mismo tengo 33 años y ya me resulta penosa la tarea de mirarme a los diecisiete o dieciocho. La infancia en cambio me parece más clara pero creo que no es suficiente, de entonces tengo presencias que me resultan tan emocionantes e intensos que me gustaría poder recordarlas de mejor manera.

Escribo ahora esto no como un diario del día al día sino más bien como una trampa de la memoria, procuro dejarme pistas que más tarde pueda seguir; incluso al día siguiente cuando ya todo es pasado uniforme, casi sin fronteras entre ayer y hace veinte años. Cuando veo publicadas las memorias de alguien siento una profunda decepción al sostener entre mis manos un tomo de solo quinientas páginas, siempre pienso “¿y esto es todo? ¿Caben en ochocientas páginas la memoria de un hombre de ochenta años?”. Es increíble que se registre en esas obras una serie de eventos pulcramente trascendentes y se dejan de lado y apenas se mencionen (por no decir que se olviden del todo) los recuerdos ligados no a las personas ni a los grandes asuntos, sino simplemente a los objetos, a los episodios irrelevantes.

Recuerdo una clase de Marito Muñoz donde hablaba de Amiel y su maravilloso diario como el único ejemplo de las memorias de un hombre.

Ahora que he escrito esto recordé la relación simbiótica que mantuve no sé si durante días, semanas o incluso años con una camisetita roja que decía en letras blancas: Mazatlán. Yo tenía cinco años, quizás cuatro, y es casi como si fuera hoy y casi como si pudiera sostener entre mis manos su algodón grueso pero muy deslavado, incluso logro evocar su “aroma a sol” (como dice la mamá de Claudia) y esa prenda sacada a tirones de mi mente trae consigo una cadena de evocaciones sin ton ni son, el jabón rosa Zote en el fregadero del patio; yo misma, apoyada la barbilla sobre el filito esperando que unas manos terminaran de lavar instigadas por mi prisa, a veces eran las de la señora de la limpieza, otras las de mi papá o mi abuela quizás; recuerdo llevarla al tendedero chorreando agua y ver las goterones caer en la tierra, echarme la camiseta húmeda al hombro, manipular con trabajo la palanca para bajar la cuerda de tender. Recuerdo la camiseta y sus letras prensadas en el mecate, como una bandera: un verso de Bonet: “una patria por ti amada es la infancia…”; recuerdo mirarla mientras cambiaba su color de húmeda a seca en 25 minutos eternos. Siempre, con un mínimo de humedad yo me la ponía y era feliz, tan inmensamente feliz dentro de ella que solo de pensarlo siento un vuelco en el estómago. Y quisiera ahora mismo describir lo que se levantaba en torno a ese momento, el color exacto de las paredes de mi casa, el olor de la tierra mojada, los cuchicheos de la calle, el calor de 40 grados en Mina, el mundo girando como un mecanismo perfecto y yo sobre un taburete para alcanzarme la prenda amada, yo como desde la cima de un mundo recién nacido, como bajo un rayo divino, el aroma de una cocina oscura, el aceite del cabello trenzado de mi abuela que vigilaba de lejos. Esa camiseta durante un tiempo fue mi piel, no recuerdo cuándo dejé de usarla ni por qué, me imagino que debió morir de muerte natural, como mueren también las paredes queridas, y aquellos días y las cosas sin importancia.

Martha Ordaz
Y ya voy recordando mejor lo que decía, no era patria la palabra:

Una provincia por ti amada es la infancia.
¿Te acuerdas aún?,
aquellas fiestas con guirnaldas de máscaras
en penumbrosos parques,
en marismas con barcos.

¿Te acuerdas aún?,
de un tren lento entre luz azul y frontera,
de un libro otoño con cazadores,
de una noche en valle de miedo,
de un volverte a mirar la ciudad,
la ciudad que en tus sueños soñabas.

Nadie te puede arrebatar todo esto.
Nada terminó todavía.
De aquella provincia jamás
podrá expulsarte ningún ángel.

Juan Manuel Bonet

lunes, 28 de abril de 2008

El zapato: prenda íntima

¿Es una prenda o un accesorio? Todo depende.

Uno puede improvisar con el resto de la vestimenta pero no con los zapatos, ese se piensa con cuidado, se escoge, se desea, se desdeña; difícilmente se hereda a otra persona, no así las camisas o las bufandas. Pensemos por un momento, ¿a quién le dejaríamos elegir libremente nuestros zapatos? ¿Y por qué? ¿Por quién tomaríamos el inmenso riesgo de regalar zapatos? ¿Recuerdan ustedes el primer par de zapatos que se calzaron como el triunfo de la libertad de elección sin el consejo prudente de sus padres?

Al hacer una foto “oficial” familiar (por ejemplo de una boda) me siento profundamente tentada a desviar el lente hacia los pies. Pienso como un retrato de mi padre sus zapatos negros perfectamente lustrados, con cierto aire clásico sin ser severos. Podríamos tener un álbum de familia o de generación con zapatos en lugar de rostros, mucha elocuencia tendrían.

Recuerdo incluso los detalles más mínimos de los zapatos rojo intenso que me resigné a mirar a través de un escaparate cuando tenía cinco años y que por alguna razón jamás fueron míos. Creo ahora que por timidez, por pudor, jamás me atreví a pedirlos. Era como un caramelo irresistible, cuyo charol brillante gritaba felicidad, peligro, opulencia. Eran tan perfectos que debieron asustarme.

Pero otros zapatos están en la memoria: los de las personas hitos de la infancia, como rasgos claros de sus personalidades, el fetichismo de 26 centímetros de largo en un tacón de aguja imposible, diseñado por David Lynch; obras como “Botines con lazos” de Van Gogh o “Shoes, shoes, shoes” de Warhol.

En conclusión, este es el espacio de los zapatos que nos calzamos en un sentido metafórico, ¿será arriesgado decir que nos parecemos a nuestros zapatos? Y en general a todo aquello que nos conmueve de alguna manera.