domingo, 28 de septiembre de 2008

Dos veces yo

Tener dos nombres significa ser dos personas, al menos eso dicen. No es tan terrible si ambas poseen personalidades afines, pero puede desatarse un infierno interior si son totalmente disímiles y aun antagónicas. Algunos tienen la suerte de crear con ambos uno solo y así concilian en un solo cuerpo dos personalidades, casi todas las marías y todos los josés tienen esa suerte, quizás porque a José y María se les concedió pasar por humanos comunes y después, tras el nacimiento de Jesús, fueron otros. María Fernanda, José Ramón, María del Carmen, María del Lourdes, así, se convierten en Marifer, Joserra, Maricarmen, Marilú, etc.

Yo en cambio, formo parte de los que viven escindidos con una identidad doble. Alguna vez tuve la fortuna de ser una misma, hasta que tuve siete años; después todo cambió.


Si alguien me preguntaba entonces “¿cómo te llamas?” yo decía: Martha Aurita, que en nada fue simplemente Marthaurita. Pensaba que mi nombre era estupendo, muy largo, como el de una medicina, y redondo en su sonido, pero también cuando lo veía escrito pensaba que tenía forma de cubos o de vasos apilados, formados como tren. Además era un nombre lógico, pensaba. Si mi mamá se llamaba Aura era normal que me llamara como mi mamá y papá, pero en pequeño, por supuesto que mi papá no se llama Martho, pero él solía decir que ese nombre le gustaba desde siempre y la casualidad dio que a mi mamá también, en fin, que Marthaurita era una suma correcta.

El primer día de clases en la primaria la maestra se presentó, dijo su nombre, nos sonrió y se dispuso a pasar lista comenzando con los apellidos. Ningún niño la dejaba jamás terminar, apenas oímos nuestros dos apellidos levantábamos la mano y la maestra pasaba al siguiente, el siguiente hacía lo mismo, y así hasta el final.

Cuando escuché “Ordaz” levanté la mano y no esperé el segundo apellido. Al final de la clase la maestra entregó a cada uno un formato donde escribió nuestros nombres para que lo lleváramos a casa y nuestros padres pusieran ahí algunos datos. Lo tomé y vi escrito en aquel papel Martha Aura, me regresé al escritorio de la maestra y le dije: “mi nombre está mal”, ella lo tomó, cotejó con su lista y me dijo: “no, está bien, así está en la lista. Y tú niña, ¿ya sabes leer?”. Creo que no contesté su pregunta, sólo le dije: “no, revise otra vez maestra, mi nombre está mal”, yo también quise preguntarle si ella sabía leer… pero algún instinto me hizo quedarme callada. Ella me miró y creo que pronto le hice perder la paciencia, sólo me dijo: “lleva esto a tus papás, niña, y que lo devuelvan con los datos que les pido”.

Tomé el formato muy contrariada y bastante molesta. Cuando llegué a mi casa lo primero que hice fue sacar el formato de la mochilita. Aquello era algo muy grave. Cuando mi papá llegó a la hora de comer yo lo esperaba sentada en el comedor y el papelito desdoblado sobre la mesa. Apenas entró me miró y supo que algo terrible estaba a punto de pasar, así que sin más se sentó junto a mí y me dijo: “dime, ¿qué pasa?, ¿no te gustó la escuela?”. Yo dije que sí, que todo bien pero que había algo malo con mi maestra, que me había dado aquel papel con mi nombre mal escrito, yo le había pedido que lo revisara pero ella me dijo que no, que estaba todo bien, que así era mi nombre y punto.

Le iba contando cada detalle a mi papá y él se iba poco a poco echando el cuerpo sobre el respaldo de la silla, mirándome con mucha atención y rozaba su barba con el dorso de su mano. Hasta que tomó aire y me dijo directamente, temiendo mi respuesta: “¿y qué está mal, hija?” Yo no pude más y ahí dije “¡Cómo que qué está mal! ¡Mi nombre! ¡Mira, aquí dice: Martha Aura!, yo no me llamo así, me llamo Marthaurita!”.

Mi papá dice que aquello casi lo hace romper la carcajada pero no pudo porque se dio cuenta de lo dramático que todo eso era para mí, así que me tomó una manita y develó ante mí un secreto insoportable: que aquel era mi nombre, que sí, que me llamo Martha Aura y no Marthaurita como había creído todo ese tiempo. Para probármelo trajo mi acta de nacimiento y aquella fue la primera vez que lo veía y entendía qué era un acta de nacimiento. Leí atentamente el papel, casi no entendí nada de lo que decía, salvo los nombres de mis papás y el mío, claro, ahí estaba escrito, en negritas y con mayúsculas: Martha Aura. No hace falta decir que se me vino el alma al suelo. Yo ya no era una, sino dos. Dejé el acta de nacimiento en la mesa y me fui a mi cuarto, a pensar.

Yo no quería ser dos, o no podía o era demasiado para una niña ser dos personas al mismo tiempo. Así que después de mucho pensarlo, salí de mi cuarto y toqué en la puerta de mi papá. El leía el periódico, le hizo a un lado y me extendió los brazos, por supuesto fui hacia él y le dije lo que había decidido. Ya que tenía dos nombres había elegido uno solo, así que desde entonces sólo sería Martha y no Aura, Martha Ordaz y ya. Mi papá me abrazó y me dijo: “Te llamarás Martha, pero para algunas cosas tienes que decir tus dos nombres. Además tú y yo sabemos, aunque nadie sepa, que tu nombre verdadero es Marthaurita, ¿de acuerdo?” Yo acepté el trato, llevé al día siguiente el formato para mi maestra y ni siquiera mencioné nada sobre el día anterior, ella seguramente lo olvidó por completo. O quizás todavía se acuerda.

Pocos saben mi segundo nombre. Cuando se enteran parecen un poco sorprendidos. Los que tengan doble nombre sabrán de qué les hablo. Mi papá desde aquel día jamás me ha llamado más que Martha, el resto de mi familia jamás se enteró, pero por la costumbre y mi empeño se acostumbraron a llamarme Martha cuando se dirigen a mí, aunque sé que también me dicen Aurita, porque extrañamente algunos si se menciona el nombre de Aura dudan si se referirán a mi mamá o a mí, así que esa distinción ayuda, supongo. Un grupo muy pequeño, mi coto particular, entre los que están mis amigos más queridos y mi papá siguen diciéndome, en privado, mi nombre verdadero.

viernes, 26 de septiembre de 2008

La ciudad del polvo

Juchitán es uno de los sitios donde se van almacenando todas las cosas que recuerdo y las que adivino y las que invento. De todo lo primitivo de lo tribal que somos (los que algo tenemos de Juchitán) no lo ocultamos, como si se pudiera, además.

Ésta es mi muestra, no de las cosas como pasaron, no como son, sino de las cosas por sí mismas, no de los eventos sino de las risas o de los llantos; ésta es mi muestra de la tribu a la que pertenezco sin haberlo pedido, primero por el azar simple de la concepción y después con los años, por los rituales en los que me hice de ellos y los hice míos a un tiempo. Por esta especie de gran móvil suspendido manteniendo un equilibrio de muchas piezas diversas, de volúmenes y texturas distintas todas, pero unidas a nuestra manera, y también a nuestra manera con distancias insuperables.

Yo soy una, me muevo en una ciudad lejos del resto, con un ritmo que es otro también, pero no tengo forma ni voluntad de deshacerme de ese eje. Las razones para querer a los de la sangre no están en mi adn ni porque representen una fuente inagotable de explotación literaria (o quizás) sino en las voces de cada uno, en la complicidad, en lo mágico y lo terrible, mis razones para amarles a cada uno de maneras distintas esta justamente en lo que trataré de narrar.

Uno a uno, en desorden, todos. Y todo empezó, al menos en mi línea materna, en un ciudad que antes fue villa y antes no sé, lo mismo ha sido un pueblo, que un desierto, pero antes y después ha sido un imperio: Juchitán, Oaxaca, la ciudad del polvo.


Foto: Nuestra Señora de las Iguanas, Graciela Iturbide. Juchitan, Oaxaca. México, 1980

El patio

Mi abuela materna fue mi vecina en la primera casa en la que yo viví. El patio trasero de mi casa se unía al suyo y formaba un campo que bien visto era más bien pequeño, pero entonces me parecía que ahi era posible todo. Era el gran escenario de manos con lodo, dientes de tierra después de preparar pasteles y guisados de hoja. Un patio es el árbol del fondo, grabado con “papá y mamá”, el primer —quizás el último— amor de verdad, el que uno piensa para siempre; es el mejor escondite (¡lejos del pozo!, grita la abuela), es el estadio a reventar de un interminable partido de beisbol, la cachucha pa’trás, la rodilla raspada.

El nuestro, era un ring de boxeo y lucha grecorromana entre primos y hermanos por un partido de canicas, el árbol de mango grande imposible de trepar (mariquita el que se raje) y de pronto ya estás casi en la copa gritando que alguien te baje, es la piñata en brazos del primo gandalla corriendo entre el columpio, el pozo, las plantas intocables de una tía asesina por culpa de sus hortensias; los juguetes regados dondequiera, el patín del diablo, la bici ponchada, los soldaditos de mi primos enterrados en la esquina del terreno —los que murieron en batalla—, mi patio era un perro blanco y negro que fue también caballo, es el grito de “¡A comer! ¡Y lávense las manos!” sin entender por qué cosas tan distintas van pegadas.

La única bandera ahi era la camiseta de siempre, subiendo y bajando cada vez más pálida del tendedero que explotábamos. Los patios son historias de castigos y regaños, el lugar mejor para cavar la alberca (el gran sueño de la cuadra), el bosque, el desierto, el viejo oeste, la playa, los piratas, el mundo entero...