viernes, 17 de octubre de 2008

La cuna y la ventana



La última habitación de la casa de mi abuela fue, durante mi niñez, una especie de obsesión, estaba construida de adobe, tenía una ventana de madera y barrotes rojos, y era también el cuarto de uno de mis primos, yo me asomaba a la obscuridad de un muchacho de pelo lacio y ojos de basilisco, ojos duros como puñetazos debajo de un antifaz.

Me sorprendía siempre trepada en aquella ventana solo para verle, para aprenderme rutinas de tarde de un adolescente que no era nadie, pero a mis ocho era mi máximo ídolo juvenil, y sobre todo, mío. Supe todas sus canciones de tanto pegarme a su puerta cuando él ponía su grabadora a todo volumen; sus cuitas, sus peores rencores de escucharle gritarse con una abuela que era una madre amorosísima a ratos y en otros una carcelera implacable; supe sus largas extremidades sujetas a una flexibilidad amorosa entre los barrotitos blancos de una cuna que no me animaba a dejar y lo arrastraba a él conmigo, dentro de ella, y le exigía canciones de cuna que me supo cantar, tuve a cambio de “señora Santana” delirio amoroso de adolescente, canciones prendadas de dolor y placer. Supe atorada aquellas mañanas de la protección; de magia, mejor que leyendo cuentos de hadas.

Él salía temprano y yo volvía en las tardes de la primaria a meterme en su cuarto que era fría como una cueva; me imaginaba dentro de un barco, mi escondite era la cámara del tesoro de mi emperador. Me calzaba sus tenis enormes y sus playeras limpias dispuesta a los gritos cuando me hallara hurgando entre sus cosas y me sacara a puntapiés de ahí, me clausurara la ventana roja y me mandara a dormirme sola de castigo por profanar esa especie de bote salvavidas que era su cama. Mi muchacho se hizo hombre, se hizo más fuerte su piel y sus manos, más lejano su abrazo; hasta que un día se fue. Tuve una ira, tuve la pena, la loca tortura de su partida. Mi corazón pequeñito vagaba en los rincones de su cuarto, desenfundaba sus discos, usaba sus zapatos, abandoné con apremio la cuna blanca porque ya no pude forzar mis huesos a su ausencia. La ventana roja se volvió otra cosa: boca que grita, se marchitó con el tiempo, perdió todo sentido aquello de treparme a sus barrotes.


Hace años que no lo veo, hoy José Luis, mi joven muchacho, conserva su mirada más turbia que brillante, es más obscuro su antifaz, es más profundo su aire de gánster y cada vez que por fortuna vuelvo a su abrazo me le aferro con el mismo amor de entonces y tomo apretada su mano para cruzar las calles y tengo otra vez pocos años y el cabello largo y la flaqueza y expuestas las costillas y él tiene el paso apresurado y doy saltos para llevar su ritmo y le miro las arrugas ligeras que el bronceado le marca y los ojos sumidos y es el ángel de la guarda que aguantaba la espalda rígida hasta que mi respiración le avisaba que me había dormido y salía como podía, de puntillas siempre, de mis pequeñas manos aferradas a sus manos, de mi prisión blanca y me dejaba dentro de los sueños donde casi siempre él era el superhéroe, un príncipe de tierras lejanas, el bueno de la película, el más fuerte y el más alto.
Xalapa, Ver., 11 de marzo de 2001


Ilustración: Ventana roja de Luis Gómez MacPherson
www.luisgomezmacpherson.com

domingo, 12 de octubre de 2008

Había una vía




A Claudia Electra Domínguez

En una ciudad llamada Mina, érase una vía del tren, érase un ferrocarril pasando con su estruendo. Uno frente a otro, dos padres tomaban las manos pequeñas de sus hijas mientras soportaban que terminara el desfile de hierro. Frente a los ojos de los padres se suceden distintas y una misma superficie oxidada. Frente a los ojos de las hijas una película continua de todas las panzas de los vagones del tren, y detrás, como un espejo, piernas largas y un par de zapatos de hombre junto a unos zapatitos blancos y tobilleras azules calzando las piernas nerviosas de otra niña. Ellas quisieron asomarse bajo las panzas para mirarse los rostros, agitaban los pies, miraban con asombro que respondía la otra en la misma forma. Se retuercen de las manos de sus padres, quisieran liberarse, saludarse, reconocerse. El tren hace un desfile que no tiene fin, desesperan los padres. Uno de ellos pierde la paciencia, camina en sentido contrario al tren, le irrita perder el tiempo. El otro toma su sentido, detesta esperar.

Los padres no se adivinaron siquiera, las niñas no se miraron los rostros. Caminan remolcadas por sus ellos, giran la cabeza, estiran sus cuellitos, tienen la esperanza de verse en una de esas. El tren sigue pasando con su estruendo, su procesión eterna. Se han dado la espalda por fin, pero si caminan ambas por el mundo entero manteniendo el sentido que llevan, algún día darán una frente a la otra. Cuando se encuentren habrán de preguntarse: ­ ¿Cómo te fue?

viernes, 10 de octubre de 2008

Papel tapiz

Para Lorena Ruiz, so far away, so close.

Miente quien diga que no guarda en la memoria un cariño por alguna habitación de la infancia. Quizás la habitación de la abuela, el de nuestros padres o la sala de algún tío, incluso el consultorio del pediatra o el comedor de una vecina. Y si ya estamos de nuevo en aquella habitación, díganme, ¿de casualidad no tiene papel tapiz en las paredes? Puede que sí. Hace unos días Lorena me contaba que su casa estaba en plena reforma: cambiaban el papel tapiz de las habitaciones. Lorena vive en Suecia, y hasta ese día supe que es la norma, que ahí lo que se lleva desde siempre ha sido el papel tapiz. «Ni los suecos saben por qué» (Lorena dixit). Así que aquella charla me devolvió al papel tapiz de mi casa en Mina cuando yo era niña (y por supuesto, era el inicio de lo ochenta).

Sé lo disparatado que puede sonar lo que diré: una casa en Mina en medio del calor tropical, con índice de humedad del 89% la mayoría del año, a unos pasos de una refinería petrolera (con todas su implicaciones), y en una calle que no vi pavimentada hasta inicados los noventa. Ahí vivía yo con mis padres, el sala, el comedor y una de las habitaciones tuvo durante años un papel tapiz entre verde/beige con cierto diseño victoriano/rococó que hacía un equilibrio forzoso con el mobiliario de recién casados de mis padres, al más puro diseño setentero, tenía un piso de cemento rosa sobre el que yo dormía la siesta sin mediar mantitas de por medio; teníamos también una radio consola con muchos botones dorados y fue durante muchos años la joya de la corona.

Recuerdo una ocasión en la que renovamos parte del tapizado y fue divertidísimo el primer día, sobre todo descubrir cómo se elaboraba ese cola transparente para pegar el papel, mi papá y yo fuimos a una tienda por los materiales, pasamos horas para decidirnos por un decorado que no fuera un disparate con el anterior, cuando llegamos a casa vimos que un disparate no era, en el sentido estricto de la palabra, pero… bueno, en fin.


Al final todo quedó perfecto, me divertí mucho, con las sobras de la cola transparente hicimos papel maché, empapelé un cajón de madera, las paredes de la casa de la Barbie, y la fachada de la casa de mi perro, pero no le hizo gracia. Con los años a nosotros también dejó de hacernos gracia y lo quitamos (ni pregunten), la moda se llevó aquello, y trajo las paredes con tirol, el esgrafiado, estilo liso, líneas, con cenefas, sin cenefas, deslavado y qué se yo. Aquel papel tapiz, el de la segunda empapelada (quizás antes hubo otro tipo pero yo, o no había nacido o no me da la memoria para tanto); decía, ese papel tapiz y yo nos volvimos a encontrar de nuevo muchos años después, cuando estaba en la universidad. En una ocasión en casa de Rebeca Martínez, quizás la primera vez que estuve ahí, vimos películas, oímos música en su habitación y cuando pregunté por el cuarto de baño me topé con él de golpe. La puerta del cuarto de sus padres estaba abierta y ahí estaba mi querido y olvidado papel tapiz, le pedí permiso a Rebeca para entrar un momento y de verdad mientiría si les dijera que algo no se me encogió por dentro. Me dio un vuelco en el estómago y ahora mismo que lo cuento siento cierta nostalgia de aquella vida tan disparatada, tan calurosa, con todas esas texturas incombinables, del olor del pegamento, el dibujo del diseño, y todavía más: me acuerdo de la ropa que traía puesta mi padre el día que pusimos el tapiz, de mi perro, de todo.

Quizás no venga a cuento enumerar los objetos a detalle, pero lo que quiero decir es que ese día en casa de Rebeca me acerqué al tapiz y puse encima la mano, me acerqué más para observar de cerca un recuerdo que de otra forma no habría podido contemplar. Y era como si desde esos pocos centímetros de la pared el mundo completo apareciera, del tapiz pasé a los muebles, el techo de zinc, las vigas negras, el suelo rosa, los objetos, la casa, los árboles, el camino hacia la escuela, mi banca, los útiles escolares, hasta que me fue posible mirar mis propias manos pequeñas manipulando una casa en miniatura donde tampoco combinaba el tocador de la barbie casada con un oso de peluche.

lunes, 6 de octubre de 2008

A propósito de espíritus...

Escribí esto hace mucho tiempo, mucho, casi no puedo creer que han pasado ocho años, y sinceramente no ha cambiado nada. Escribí esto una noche en una libreta de tapa dura, sentada a la mesa durante una cena con mi familia materna, estábamos todos en el patio trasero de la casa de mi abuela Cecilia en Juchitán. Seguro éramos más de treinta, era de noche, más de las doce; y era mayo. Nada ha cambiado, hace muchos mayos que yo no estoy, pero me apuesto lo que sea a que nada ha cambiado, salvo que me pierdo un poco de todo esto. Y no puedo escribir la conclusión de lo que comenzaba aquí:



"Por alguna razón, los que estamos acá, en la ciudad del polvo, permanecemos en una especie de santidad pagana donde llamamos a los santos que nos protegen para espantar a los malos espíritus; estamos todos acechados por quién sabe qué sombras y auras luminosas que luchan entre ellos por hacernos suyos, y se traen tal jaleo que nos arrollan y tropezamos en el escalón del patio, entre la desesperada mano extendida del ángel y los ojillos del demonio que desea con toda su saña que rodemos sobre los tabiques, que nos raspemos la panza.

Para entenderlo bien hacemos una suerte de asamblea de hermanos donde hablamos de su naturaleza, y en un par de vueltas ya no son dos fuerzas atacándonos sino muchas a la vez, de orígenes tan dispares que ya ni sabemos qué está mal, qué está bien; y vamos poniéndolos uno a uno sobre la mesa larga del patio hasta que ya no caben más y saltan sobre la tierra, se esconden debajo y entonces todos vamos recogiendo las piernas porque “como que sentí algo” y se nos encoge también el alma.


Algún traidor de su mismo miedo confiesa el escalofrío y ahí vamos en tropel a proclamarnos todos el blanco de los duendes y demonios que hemos ido invocando, ya corre uno para un lado, ya corre uno para el otro; se mueven las ramas del fondo de la noche, otro rompe un vaso de la vitrina en su carrera, en su celebración de volver a la tierra, y demonios tal como son nos miran con amor, espiándonos, con verdadera gana de manifestarse, de mostrarle a nuestro espanto su mueca de risa agradecida y luego salir disparados a espantar a los vecinos de junto porque a últimas a nosotros nos deben la resurrección y el sacrilegio bendito de haberles llamado".

Juchitán, Oaxaca, 24 de mayo de 2000.