domingo, 16 de noviembre de 2008

El gesto oriental


Para Francisco Machuca, a propósito del silencio

Jibeuro alude al amor filial, pensado cotidianamente como de supuesta facilidad, pero no, es complejísima; los dos personajes sobre los cuales se centra la atención del filme mantienen en todo momento un diálogo o un no-diálogo que en sí misma significa, es decir, el silencio no es una nada absoluta, significa y mucho, existe una conversación de gestos, una comunicación que no necesita las palabras. La elocuencia está en otra parte, en la proxemia por ejemplo. Yo creo que uno se siente muy agradecido como espectador y como lector por disfrutar obras como éstas que parecería que no dicen nada nuevo, tan sobrias en recursos pero que no pierden nada, en absoluto, por su sobriedad, sino que ganan fuerza, ganan voz, y que finalmente logran reinventar al amor cuando creemos que ya hemos visto todas sus caras.
Cuando pienso qué tienen en común el cine y la literatura oriental, novelas como La casa de las bellas durmientes, de Kawabata, o como Seda (que aun siendo de una autor italiano, Alessandro Baricco posee el cariz de la literatura oriental), asumo que, por principio, tienen en común la belleza, pero sobre todo el predominio del gesto; historias que en sí mismas son perfectas metáforas del signo; no sé si me aventuro demasiado al afirmar que es una constante del tema oriental. Seda por ejemplo, indaga en lo meramente visual y pone atención a los sentidos. Baricco tomó una anécdota como el pretexto para esta historia: un amigo le contó que un antepasado suyo tenía un negocio particular, viajaba de Italia a Japón una vez por año para comprar gusanos de seda. Por ahí leí alguna vez que Baricco sufrió su escritura porque se había impuesto un reto tremendo: no perderse en descripciones, pensamientos y escenografías, sino ir directamente a la acción, a los meros gestos, cosa que lo hace muy cinematográfico. Y tanto que ya existe una versión en cine, aunque no estoy segura de querer verla, pido que alguien tome la delantera y me diga.
Pero volviendo a la novela, Baricco lo logró, de verdad dotó a este texto de semiótica pura, que puede parecer pedante decirlo, pero sí cumple con ello, incluso en lo términos más formales. Sí es una historia de amor, y jamás cae en ramplonerías, todo lo que tiene que ver con el amor y nuestro desempeño en torno a él está plagado de marcas semióticas, gestos que todos vamos reconociendo frente a un interlocutor que no habla pero mira, se lleva la mano al cabello, inclina el torso, dilata sus pupilas, humedece los labios, baja los párpados. Por supuesto, Baricco no innovo en esos recursos, y seguramente se nutrió de la tradición literaria oriental.
Ese nivel elementa pero complejísimo de la semiótica está ahí, como está en La casa de las bellas durmientes y como está en Jibeuro, por supuesto conservando cada uno su rasgo. Son historias donde los diálogos verborreicos no existen, donde casi se prescinde de la palabra (hasta donde la literatura y el cine lo permite), para privilegiar a lo musical, a las imágenes, al gesto, ¡siempre el gesto!, son historias contadas a través de las texturas, de “paisajes de rostros”, como se le ha llamado, de aromas intuidos, y de toda clase de recursos sensoriales, pero sobre todas las cosas, aludiendo a todos aquellos signos que somos capaces de leer en común, más allá de las lenguas disímiles, las fronteras culturales y las preferencias estéticas. Tenemos mucho cine que da cuenta de lo que digo, y siguiendo con el asunto oriental (aunque Occidente también tiene grandes aciertos sobre el tema, para muestra todo el cine clásico mudo), pienso ahora en el cine de Wong Kar Wai y su película In the mood for love, una maravilla, y así podríamos seguirnos horas enteras…



Pueden encontrarla bajo los siguiente títulos dependiendo del país donde se encuentren: Jibeuro The way home (México), Camino a casa Sang Woo y su abuela (España)
 Dirección y guión: Lee Jung-Hyang. País: Corea del Sur. Año: 2002. Duración: 87 min. Interpretación: Yoo Seung-Ho (Sang Woo), Kim Ul-Boon (La Abuela), Dong Hyo- Hee (La Madre), Min Kyung-Hoon (Cheol-E), Yim Eun-Kyung (Hae-Yeon). Producción: Whang Woo-Hyun y Wang Jae-Woo. Música: Kim Hae-Hong y Kim Yang-Hee. Fotografía: Yoon Hong-Shik. Montaje: Kim Sang-Beom y Kim Jae-Beom. Dirección artística: Shin Jeom-Hee. 

sábado, 8 de noviembre de 2008

La habitación de la memoria


Hoy encontré esto, fechado el 17 de abril del 2007, no hace tanto, y hace mucho. Julián ya no es un bebé sino un niño, yo casi cumplo un año viviendo en otro continente, mi padre ya no vive en Progreso sino en Xalapa, y la vida siguió... Estoy en otra ciudad, y me agradezco mucho el detalle de dejarme estas pistas para la memoria, gracias a eso he podido visitar de nuevo una de mis habitaciones favoritas.

Abril de 2007, Calle Moctezuma casi esquina Xalapeños Ilustres, Xalapa, Veracruz.

I

Por principio, paso esta noche en casa de Claudia La Rata, Electra, Lisistratita, uno de mis amores más tremendos de la vida. Es bonito decir algo así sin más preámbulo y sin cuidado de que se malinterprete. Estoy en su estudio, un lugar que me es tan familiar y tan placentero que tiene el poder de soltar mi imaginación. Antes de que el bebé de Claudia, Julián, siquiera anunciara que llegaría al mundo, y antes de que Roberto “naciera” en mi realidad, pasé muchas noches en este estudio, que yo llamé mi cuartito; en realidad mi cuartito cumple varias funciones aparte de ser mi refugio, un lugar que me abraza. Es la biblioteca de Roberto (Benítez) y Claudia, supongo que con los años será el cuarto de Julián, ahora es vestidor de Claudia, cuarto con mesa de trabajo, planchador y archivo.
Lo que sea hoy mismo no importa; me gusta el color, sin más es verde, todo es verde, incluso los colores que hay aquí que no son verdes son verdes también. La alfombra, el sofá, las paredes, la puerta, los lomos de los libros y una cajonera sobre la que descansa un reproductor de discos compactos que nunca sé cómo funciona, todo es verde.
Me gusta todo, como digo, incluso la cortina a rayas blancas y amarillas sobre la ventana. Cada vez que entro aquí es como si viajara hacia un sitio lejano en el tiempo, no en la distancia, como ir a mi cuarto cuanto tenía diez años o estar sobre el sofá junto al teléfono de mi casa en Mina, en la secundaria.
Hay otros sitios que me hacen feliz como esta habitación, por ejemplo una esquinita del cuarto de Roberto en Marbella, entre la cama y la pared que da al corredor del edificio, ese espacio breve, no sé porqué; nuestro viejo departamento en la calle Sonora, uno de los lugares más felices de mi vida, sin duda; el patio de Juchitán, cuando la casita negra del fondo existía e íbamos a asomarnos los niños más atrevisdos, seguros de que allá espantaban, muertos de miedo, íbamos a molestar a nuestros propios fantasmas.

II

Aquí, en mi cuartito de la casa de Claudia me sucede algo que sucedía antes en la calle Sonora: imagino cosas, recuerdo aromas y reconozco rostros que había olvidado. No sé por qué sucede, pero esta vez decidí no ponerle freno y tomar con calma ese dictado. Ahora, por ejemplo, recordé un cuento que escribí hace mucho, un inicio de cuento porque tengo una especie de maldición que me impide terminar un texto, me atoro, ya no sé qué más decir, enmudezco y se me pone la mente en blanco o se me llena de ruido de todas las cosas y me bloqueo.
Ese cuento, “Matías”, comenzaba con unos versos que soñé (no sé si los habría escuchado antes o fueron producto del sueño) decía algo así:

Matías, alquimista y envenenador
a la siete de la noche se convierte en gavilán
a las seis de la mañana se devora un gorrión
a las nueve se levanta de su casa de algodón
con plumas y huesitos que le pican la garganta
Matías, Matías, cuando mueras algún día,
¿quién querrá tu alma?


Son frases obscuras, como de ronda de niños demoníacos o fantasmales. Luego, junto a ese personaje vino el “recuerdo” de algo que no sucede aún, pensé en el día que por fin venda la casa de Mina, mi casa de infancia, no sé qué pasará dentro de mí ese día; muchas veces siento que tengo la memoria perdida o completamente contaminada de historias, de rasgos falsos de las personas de mi niñez, que estoy confundida sobre el color de ojos de mi abuela o su voz (casi no recuerdo su voz y me duele tanto sentir cómo se diluye ese recuerdo), que no soy capaz de recrear un evento real pero sí contar con detalles momentos que nunca sucedieron.
Cuando venda la casa donde todo aquello sucedió, cuáles serán mis referentes, los necesitaré, la casa de Mina será también una construcción que no sabré distinguir como real o imaginaria al pasar de los años. Una casa, una ciudad, lo que guarda. Y aún así nada deseo más que soltar amarras, quemar esa nave y mirar hacia el sentido opuesto de aquella vida.
Casi al mismo tiempo vino a mi mente otro cuento que, para no variar, comencé con entusiasmo y olvidé por completo hace años “La playa”, lo retomé más tarde y escribí un par de páginas y se llamó entonces “Marbella”. Pero es un nombre erróneo para ese cuento, no es de ese tipo de playa, es más una playa como Progreso, un puerto que es un pueblo y de no ser por estar junto al mar, no tendría ninguna alegría; no sé cuál será el nombre definitivo, pero habrá otro más sin duda.
En una parte del cuento dice: “Casi oigo romperse la última ola antes de que me venciera el sueño. No había dónde esconderse debajo de aquella luz caliente y te miraba, te escuchaba entre el sopor remover la línea muerta de las olas, pensé antes de caer en el sueño que aquello era como perturbar a los muertos: tú removiendo el último espasmo lacio del mar.” Es un cuento triste, lleno de melancolía, habla de una partida, de la distancia, de cómo conservar intacto un recuerdo que irremediablemente se diluye, de la pérdida de la memoria también. Cuando escribía aquello tampoco sabía que una pausa así vendría después en mi vida, esta que vivo ahora, lejos de Roberto, muchos días como un nudo en la boca del estómago, intento distraerme también tanto como puedo, de la mejor forma, como si yo fuera dos personas y una se empecinara en guardar silencio y la otra en mantener la conversación.

III

Todas esas cosas están ahora en mi imaginación, incluso el ambiente de la novela de Laura Restrepo que leo ahora, incluso escenas de taxis en una película de Jarsmush o pequeños recuadros, fotografías. Bendita sea, es la forma en que construyo la vida, la forma en que puedo poner los eventos en el pasado y en orden más o menos cronológico, de otra forma no sería posible.
Tengo una profunda afición por las imágenes simples, la de los objetos y los espacios comunes, las fotografías de las habitaciones, tan llenas de historia y de memoria. Como decía al principio, en los días más oscuros y llenos de soledad siempre me viene bien pasar una noche aquí, en el estudio de Claudia. Siempre me viene bien, la noche es más breve y se me reconforta el corazón. Desde que Roberto no está, tengo un déficit de contacto físico, muchos de mis amigos, aunque amorosos a su manera, no suelen tocarme, parecen demasiados pudorosos con el abrazo. Julián me ayuda mucho con esa parte, la tibieza de su abrazo me da las endorfinas que hacen que las semanas corran bien.
Todas estas cosas juntas están fraguando en mí un deseo de contar, tengo varios días permitiendo que las imágenes se almacenen. Recién René, Angélica y yo tomamos el autobús a Mérida para pasar Semana Santa con mi papá, un bombardeo de sensaciones, imágenes, rasgos y voces se me hizo presente. Eso pasa siempre que viajo, las cosas que vienen a mi mente, transformadas, las escenas que mira por la ventana de un autobús, cosas que no se miran nunca a ras de calle, se van aglutinando una junto a otra, en desorden.
También he evocado mucho la imagen de mi abuela Cecilia, incluso en estos días hablé un poco sobre ella, me cuesta tanto decir cabalmente quién era ella en mi imaginario, qué clase de crueldad más inocente ejercía sobre su descendencia o con qué ternura recuerdo su cuerpo gigantesco, su cariño hacia mi, tan genuino, tan secreto y tan mío. Me cuesta mucho decir con palabras nada sobre ella, era como una fuerza de la naturaleza, como viento con arena, como Juchitán, era también como una música triste y delicada, o un aroma dulzón como de gardenias. Cuanta tristeza tenía mi abuela y cuánta lujuria en sus historias de amante joven que me contaba sin ningún pudor cuando yo era apenas una niña.
Con todo esto también quiero decir que existe algo que quiero contar, y no sé qué es ni sobre quién en particular, pero llego aquí y estas dos personas (que dije antes soy yo misma) no paran de interrumpirse.