martes, 29 de septiembre de 2009

Los hijos y sus padres



Espero me disculpen la tristeza, quizás el tono se conserve un par de días, pero pasará, así que indagando en lo ya dicho, lo ya pensado, ya escrito, puesto que estoy negada a escribir un solo sintagma ya mismo, traje algo de la gaveta.

"Los padres también son los hijos de los hijos. También le cantamos a los padres canciones de cuna, los arrullamos para que duerman tranquilos y los vigilamos para espantarles las pesadillas que los torturan, quisiéramos también ahorrarles todos los pesares. Hoy Rebeca, Claudia y yo fuimos al sepelio de la joven hija de un maestro querido. Hubiera querido decirle, en el abrazo, que ella lamentaba tanto no asistir al resto de su vida.


Pensé en mi padre, en la cantidad de vida que tuvo que suceder antes de que él naciera y luego yo, en toda la que vendrá cuando ninguno de los dos esté y en esa cortísima época que nos ha tocado juntos en el mundo, pensé en toda nuestra risa incontrolable y absurda, nuestro repertorio de chistes locales, en sus hermosísimas manos afiladas y morenas girando el seguro de la puerta de la casa, sus camisas alineadas en un closet de mi habitación, en mi cunita de niña que tuve hasta que ya no cupe más, en el bote de chocomilk en la alacena, los azulejos del baño, su taza de café, las dos mil veces que toca el claxon cuando conduce y yo me enojo, en su caja de chocokrispis que desayuna en las mañanas a su sesenta y algo; pensé en mi primer par de zapatos que todavía guarda, todos los abrazos que no nos alcanzan para querernos, el espejo del comedor en Mina que te hacía ver más gordo de lo que eres y estaba puesto ahí a propósito, pensé en las vigas del techo, todas las constelaciones de su rostro, las constelaciones que le heredé y llevo puestas en la espalda; pensé en los fines de semana como la rebelión de los niños que éramos los dos: despertar tarde, comer en la sala, bañarnos a la de tantas, una pijamada de dos adolescentes desenfrenados.

Olvidábamos a ratos quién era el hijo de quién; llorábamos como no se debe hacer en público con las películas que no hacen llorar a nadie, nos burlábamos del que se aguantó al último; pensé en todos sus recados llenos de dibujos, las guerras de comida que tuvimos que limpiar después entre los dos cuando una autoridad de mentiritas nos reprendió con todo y que, como él dice: “podemos hacer lo que queramos, todos los que podían regañarnos ya se han muerto...”

Tuve miedo, como dice Rebeca, de dejar alguna vez a mi padre huérfano de mí. Un hijo debe sobrevivir a un padre, lo otro es contra natura, no porque el dolor de perder al padre sea menor en el hijo. Los hijos debemos tener la precaución de sobrevivir a los padres sobre todo porque desde el otro lado la pena de haber muerto no tendría fin si no podemos regresar para consolarlos, disculparnos por la última falta, prometer que no lo volveremos a hacer y que nos pongan el peor castigo. Esta noche tuve miedo de la fragilidad de mi salud, de lo vulnerable que puedo ser y de mi tontería. Si pudiera tomarme de su mano, a través de todo tiempo y todo espacio, simplemente habríamos dado muerte a la Muerte".

Xalapa, Ver., 18 de enero 2004


Imagen: Padre e hijo de Leónidas Correa, tomado de http://educacion.vivenicaragua.com/400elefantes/2009/09/07/leonidas-correa-el-color-de-la-naturaleza.html

lunes, 7 de septiembre de 2009

De prisa y ausencia


Existen lugares donde la soledad y otras pasiones se refinan, algunos tienen que ver con muchedumbres, con la demasiada compañía. Hay uno contrario a todo eso que me parece notable: tomar un taxi; viajar en el asiento trasero de un auto en silencio, cerca de la medianoche, es una de las soledades más sofisticadas.

Por principio está la no pertenencia, la extrañeza, la conciencia de que el servicio es eso, un arreglo comercial que dura algunos minutos, o un favor tomado de un casi conocido, o un amigo, o un familiar. Es lo mismo. Mientras atraviesa uno la ciudad y mira las rayas de luces por la ventanilla, no hay manera, de verdad, no hay manera de detener el pensamiento, se nos vuela. He pasado algunos de los momentos más desquiciadamente solitarios en un taxi, he repasado mi vida en quince minutos, he reinventado con todas las variantes posibles un futuro cada vez más sombrío. He tenido pesadillas. Creo que es por el movimiento, la estática sienta bien a un espíritu dolido.

La velocidad del auto sólo enfatiza la pasividad del alma, la exhibe con una crueldad terrible. Estar solo en un taxi es un pesar que a poco rato se vuelve físico, se exalta en la garganta cerrada y en la boca del estómago, o en las manos que no hallan cómo posarse de forma natural, y salen y entran de los cabellos, o se persiguen los pulgares o se tamborilea la portezuela o se enlazan con tal rigidez que en nada son dos guerreros luchando a muerte o dos amantes renuentes al adiós, o soledad de manos que no les basta el tacto ni la fuerza ni la caricia.

La soledad se libera en un rojo con una aspiración corta y un suspiro sonoro, un alivio. Al otro rojo ha encontrado otro sitio, las mandíbulas se aprieten, rechinan los dientes y hay un trago de saliva en suspenso. El trance tardará lo que el viaje. Se nos ensancha la soledad adentro.

Yo suelo sentir una especie de asfixia y bajo la ventanilla, pero el viento por muy suave, por muy fresco, también tiene sus violencias. Sufro una nostalgia del mar, de un otoño perfecto, un columpio, un viaje en bici, una carrera, un ventilador de techo. A veces la conversación del taxista o del amigo que se esfuerza empobrece la escena, nos distrae de nuestro cuerpo, de la evocación. A veces nos rescatan o nos hunden más. Para escapar de un taxi hay algunos secretos, fingir que necesitas bajarte en el acto es uno de los más socorridos, huir hacia la conversación quizá sea el más afortunado, culpar al tráfico diciendo “prefiero caminar”, y muchos más, muchos más, inventemos pretextos.


Xalapa, Ver., 13 de septiembre, 2003

domingo, 6 de septiembre de 2009

Las sillas




En la vera de un camino, a solas en medio de una habitación, sobre un techo, atada al capote de un auto en movimiento, una silla de tres patas perfectamente equilibrada, una silla niña, a la orilla de una playa.


Una silla es un hombre. Tiene risa, es capaz de dislocarse en carcajadas; le rechinan los huesos, se planta erguida; dulcifica su asiento con pasarle una palma abierta en el respaldo; una silla es una anciana, te abraza, te reconoce, dice “tanto tiempo sin verte” y la compostura se nos olvida, comenzamos a mecernos en sus patas traseras y a poco que nos demos cuenta, recuperamos la hechura, la obligamos a sus cuatro patas.

Una silla es una mujer, pintada de blanco, mirando al mar; yo soy una silla, miro la playa, la luz plástica del mar cuando es de noche, oigo el trueno, la lluvia sobre la lluvia; siento la pintura blanca coarteárseme encima, los ires y venires de una marea que se arrepiente, vuelve sobre mis tobillos y aprieta con su humedad mis coyunturas. Una mujer es una silla, un hombre también.

Xalapa, Ver., 12 de octubre, 2003

Foto: Luis Vioque