martes, 14 de septiembre de 2010

La elección


La primera vez que vi a Nabor cabía en una de mis manos, era diminuto, blanco, esponjoso, con apenas un tinte oscuro en la punta de las orejas y la punta de la cola, nada más que eso; de eso hace ya unos ocho años. La segunda vez que lo fui fue unos días más tarde, a través de una ventana; pasaba por la casa de la chica que me daría en adopción a dos gatitos, yo no había elegido todavía cuáles pues quería conocerlos un poco más.



Ese día ella no estaba, pero el portal estaba abierto y pude asomarme por una ventana y mirar a la gata mamá y a todos los gatitos dormidos en un canasto enorme. Di pequeños golpecitos en el cristal de la ventana, la gata mamá solo miro hacia mí y siguió en su letargo, el resto de los cachorros también, pero Nabor no, él trepó primero entre todos sus hermanos, literalmente pasó encima de ellos, trepó luego el canasto y después, increíblemente, un sofá, y cuando llegó a la cima trepó una cortina, pero no pudo sostenerse y rodó por el sofá, luego cayó sobre el canasto, se levantó y volvió a trepar, siempre hasta la cortina aquella, y así lo hizo muchas veces, yo tenía prisa, debía irme ya, pero no podía resistir, seguí dando golpecitos a la ventana, dejé mi mochila en el suelo y esperé a que lo consiguiera. Lo hizo después de unos 25 minutos, logró trepar la cortina y de ahí estuvo solo a un paso del descanso de la ventana. Lo logró, me hizo tanta gracia, me enamoró tanto su empeño, su tenacidad. Lo miré por el cristal, tan pequeñito, con sus hermosos ojitos azules mirándome. Me di cuenta entonces de que yo no podía elegir, sino dejarme elegir y al menos Nabor ya me había elegido. De ese día al día de hoy muchas cosas han pasado, Nabor ha pasado muchas pruebas, muchas adaptaciones, se ha mudado a kilómetros de distancia en cada ocasión, de Xalapa a Mina, de Mina a Progreso, y de ahí de nuevo a Xalapa.

Tuvo una infancia de gato travieso, imposible de tranquilizar, tremendamente activo y tremendamente cariñoso. Aprendió ciertas normas de conducta más por milagro y paciencia que por una disciplina férrea de mi parte. Tiempo después se mudó a vivir a Mina junto con Tirso, a casa de mi padre, creo que ahí fue inmensamente feliz, solía recibirme con los regalos más increíbles, y de ello ya contaré. En aquella estancia perdimos a Tirso, nunca sabremos a ciencia cierta qué pasó, creemos que “cazó” un animal que ya estaba envenenado y así falleció él. Nabor cambió entonces su personalidad, entró de golpe en una especie de adultez de gato que yo no conocía. Se volvió sereno, mucho más hogareño, un poco melancólico incluso durante algunos meses.

Todos añoramos a Tirso durante mucho tiempo, incluso ahora. Pero Nabor supero aquella etapa difícil, luego su personalidad volvió a endulzarse. Cuando vivió mi padre en Progreso Nabor tuvo un accidente terrible, creemos que un automóvil lo atropelló, no sabemos dónde habrá sido el accidente pero una noche no llegó y a la mañana siguiente, de madrugada casi, estaba bajo la ventana de la habitación de mi padre, maullando fuertemente, hasta que llamó su atención, aquello fue muy duro, sufrió una doble fractura en su pata delantera derecha, las cosas se complicaron, después le hicieron una intervención para colocarle un clavo, en fin, meses muy duros de cuidados muy delicados para él. Recuerdo las madrugadas en las que me turnaba con mi papá las guardias para cuidarlo. Al final se recuperó, lentamente, con mucha paciencia. Después se mudaron a Xalapa y su calidad de vida mejoró.

Es nuestro hermoso niño Nabor, Naborito, es nuestro ronroneo en el alma, ahora que lleva un antifaz misterioso color café oscuro y tiene la mirada noble de un gato de ocho años, un gato de talla alta, enorme, guapísimo. Y cuento todo esto porque dentro de unas horas le harán una cirugía para amputar su patita herida de aquel accidente, tuvo en aquel tiempo una infección en el hueso producto de la negligencia médica del veterinario de Mérida. Su médico en Xalapa, Eduardo Gasol, consiguió hacerlo remontar y mejorar su salud, Nabor ha luchado estos últimos años y mucho, y ahora la osteomelitis ganó terreno y no hay nada más que hacer. Hace unos días dejó de comer de pronto, así, sin más, lo llevamos al médico y después de algunos exámenes supimos que aquello que creímos superado estaba de vuelta.


Es tan difícil discernir qué es lo mejor para Nabor sin que intervenga en nuestra decisión “lo que es mejor para nosotros”. Es tan sutil esa frontera, tan fácil de traspasar. Espero que estemos haciendo lo correcto, espero que el pesar de la amputación, como dice su doctor, sea solo una percepción humana y en su caso, un alivio para él. Espero que su adaptación sea lo menos dolorosa y lo más rápida posible, de nuestra parte tiene el amor de siempre, tendrá los cuidados y los mimos, también la compasión y el espacio que esta familia pequeñita pueda darle. Trato de pensar en él como aquel cachorro que se esforzaba por trepar para mirar quién tocaba el cristal de la ventana. Yo sigo tocando, sigo tocando, porque él me eligió a mí aquel día y yo lo amo profundamente, como el hermano gato que es. Y aquí estaré, no me moveré hasta ver que consiga alcanzar la ventana.

jueves, 20 de mayo de 2010

Dientes de leche



 Para Marien Aburto, Brenda y su techo de zinc
―Nunca había tenido tanto frío en Mina― le dije a Marien antes de que apagara las luces, justo fue entonces cuando el frío arreció. Me quedé mirando largo rato la impresión del techo fijada en mis ojos. Suspiré y me perdí en la idea de no poder recordar ni remotamente cuándo fue la última vez que estuve en Mina, me esforzaba en vano. Marien se metió a la cama por fin. Quizás tampoco en muchos años me había sentido tan acompañada por alguien de esta ciudad.
Una luz del exterior se filtraba por la cortina. Al cabo de un rato la impresión del techo se disolvió y comencé a mirar de nuevo en la penumbra los perfiles de los objetos. De por sí  la rareza de tanto  frío era suficiente pero además caía el diluvio universal afuera, comenzábamos a perdernos en el sueño pero no quería dormirme aún, disfrutaba el repiqueteo de la lluvia sobre el techo de zinc. Pensé que muchos años atrás ese sonido fue una tortura, le conté a una Marien medio dormida que mi papá disfrutaba su sonido, así que se hizo guaje durante años y no lo cambió nunca; Marien sonrió y en la obscuridad pude  ver su sonrisa cómplice, solo dijo: “a mí también me gusta”.
Cerré los ojos, quise recrear una penumbra distinta y un sonido más sordo todavía. Lo primero que venía a mi mente fueron las puertas de maderas finas de mi casa, de pronto yo tenía la mano sobre un picaporte que llegaba a la altura de mis ojos y deslizaba los deditos sobre el detalle de las vetas. Solía quedarme horas mirando la veta de la madera, mi abuela decía que eso era signo de cierta rareza infantil mía, ¿qué buscaría en esas vetas?
Mis días favoritos eran los días en que llovía, solía tenderme sobre el piso rosa de mi casa a mirar el techo blanco con vigas negras, escuchaba los goterones caer con fuerza, casi hasta el punto en el que me parecía insoportable, y yo cerraba los ojos y trataba de concentrarme en los objetos que me rodeaban, trataba de no pensar en el martilleo de las gotas y ser capaz de reconocer a obscuras los objetos y así me quedaba, inmóvil, hasta que podía viajar a través del ruido.
Una vez la lluvia fue implacable y no cesó durante días completos, aquella vez el estruendo me había ensordecido, apenas se podía charlar como no fuera a gritos, ni qué decir de oír la radio, encender la tele, así que me recosté en mi habitación, cerré los ojos, me concentré en el viaje y  me encontré ahí en la habitación de Marien, con ella a medio dormir a mi costado, me miré las manos, yo era una adulta y no una niña, traté de disimular la sorpresa como pude, a mi lado Marien casi caía en el sueño, yo no la había visto nunca antes, pero la reconocí cuando dijo: “a mí también me gusta”, creo que una mezcla de gran emoción y terror me dejó sin habla y fingí que dormía, me pregunto ahora que lo cuento si me habré quedado dormida y aquello lo soñé con la claridad de un deja vù de lluvia.

Foto: Días de lluvia, de Alí Ricardo Gómez

miércoles, 14 de abril de 2010



Esto no me gusta, quiero que amanezca allá para que tú despiertes y despierte la noche, hoy sucedió otra vez que se me han ido en tropel cientos de árboles armados de todo, de todas maneras, a medio hacer, terminados algunos, recargadísimo otros de detalles innecesarios.

Hoy, demasiada falsa clorofila de colores falsos se han vuelto a la mar y mañana los peces tendrán dieta nueva, mañana amanecerán hojas de colores en la orilla del Mediterráneo porque esta vez se me fueron de las manos y dejaron medio despoblado este lado del mundo, y ya no me obedecen para nada, han salido voluntariosos, crecen unos con desgano, otros a sus anchas, hay una anarquía de árboles que toman sus raíces de la habitación, han hecho maletas tomado buques, se han mudado a varios muelles y hacen filas inagotables por emprender el viaje.

Ahora me agoto todas las noches porque de mi mente no salen más que árboles sin cesar, y todos piden plumas de ave en lugar de hojas para no nadar más en agua salada y prefieren un poco de cielo, árboles que nacen furiosos, arrebatados, impacientes, árboles que se sienten una montaña juntos, que planean huracanes, terremotos, terribles planes de pangeas imposibles, árboles que han aprendido a hablar un lenguaje de la tierra, que escriben poesía, planifican fortalezas, organizan asambleas.

No puedo con tanta corteza en el corazón cada mañana ni con tanta ramita picándome la garganta por las tardes, no puedo con tanto pétalo de flor diminuto apareciendo en mi cabello ni puedo con la pared en blanco de mi habitación que no se llena nunca porque luce abandonada al día siguiente para ir a buscarte (creo que a buscarte) cada mañana al otro lado del mundo, como si no fuera agotador cruzar con la mente un océano a nado por las noches, como si no fuera... nada, ahora se agazapan a mediodía para salir de la nada, de entre las páginas de los libros, del tablero del coche que conduzco.

Salen armados hasta los dientes de brío y valor, van todos temerarios y me desafían el día entero, creándose y recreándose, armados como pendientes en mis lóbulos, translúcidos en las palmas de mis manos como un dibujo en tinta deslavada, vueltos anillos de hiedras que me atan los dedos y a su antojo transforman mi caligrafía; hasta que ya no sé si yo misma estoy habitada por completo por un árbol, si dejé de ser mujer un día así sin más, y no me corre más sangre por las venas sino una savia parsimoniosa que me entorpece las ideas y ya, ya. 

Esta mañana he tenido que contenerme para no lanzarme yo misma hacia aquel muelle, subir al buque de los árboles necios, o nadar, lo que la vida me tome, desde aquí hasta allá, vuelta a medio camino una colonia de algas, vuelta fibra de mar, coral más tarde, y entonces ahí sí, árbol de coral, en el fondo del Atlántico, para siempre.

Ilustración: Samuel Tutusaus, fragmento de Maestros