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jueves, 20 de mayo de 2010

Dientes de leche



 Para Marien Aburto, Brenda y su techo de zinc
―Nunca había tenido tanto frío en Mina― le dije a Marien antes de que apagara las luces, justo fue entonces cuando el frío arreció. Me quedé mirando largo rato la impresión del techo fijada en mis ojos. Suspiré y me perdí en la idea de no poder recordar ni remotamente cuándo fue la última vez que estuve en Mina, me esforzaba en vano. Marien se metió a la cama por fin. Quizás tampoco en muchos años me había sentido tan acompañada por alguien de esta ciudad.
Una luz del exterior se filtraba por la cortina. Al cabo de un rato la impresión del techo se disolvió y comencé a mirar de nuevo en la penumbra los perfiles de los objetos. De por sí  la rareza de tanto  frío era suficiente pero además caía el diluvio universal afuera, comenzábamos a perdernos en el sueño pero no quería dormirme aún, disfrutaba el repiqueteo de la lluvia sobre el techo de zinc. Pensé que muchos años atrás ese sonido fue una tortura, le conté a una Marien medio dormida que mi papá disfrutaba su sonido, así que se hizo guaje durante años y no lo cambió nunca; Marien sonrió y en la obscuridad pude  ver su sonrisa cómplice, solo dijo: “a mí también me gusta”.
Cerré los ojos, quise recrear una penumbra distinta y un sonido más sordo todavía. Lo primero que venía a mi mente fueron las puertas de maderas finas de mi casa, de pronto yo tenía la mano sobre un picaporte que llegaba a la altura de mis ojos y deslizaba los deditos sobre el detalle de las vetas. Solía quedarme horas mirando la veta de la madera, mi abuela decía que eso era signo de cierta rareza infantil mía, ¿qué buscaría en esas vetas?
Mis días favoritos eran los días en que llovía, solía tenderme sobre el piso rosa de mi casa a mirar el techo blanco con vigas negras, escuchaba los goterones caer con fuerza, casi hasta el punto en el que me parecía insoportable, y yo cerraba los ojos y trataba de concentrarme en los objetos que me rodeaban, trataba de no pensar en el martilleo de las gotas y ser capaz de reconocer a obscuras los objetos y así me quedaba, inmóvil, hasta que podía viajar a través del ruido.
Una vez la lluvia fue implacable y no cesó durante días completos, aquella vez el estruendo me había ensordecido, apenas se podía charlar como no fuera a gritos, ni qué decir de oír la radio, encender la tele, así que me recosté en mi habitación, cerré los ojos, me concentré en el viaje y  me encontré ahí en la habitación de Marien, con ella a medio dormir a mi costado, me miré las manos, yo era una adulta y no una niña, traté de disimular la sorpresa como pude, a mi lado Marien casi caía en el sueño, yo no la había visto nunca antes, pero la reconocí cuando dijo: “a mí también me gusta”, creo que una mezcla de gran emoción y terror me dejó sin habla y fingí que dormía, me pregunto ahora que lo cuento si me habré quedado dormida y aquello lo soñé con la claridad de un deja vù de lluvia.

Foto: Días de lluvia, de Alí Ricardo Gómez

jueves, 18 de junio de 2009

Fruta negra



A Angélica Almanza Villegas

Todas las músicas que antes dormían en mi pecho

lejos de ti serán silencio, nostalgia de una playa.

Te nombraré de nuevo con otro alias cada día:

Aurora, Vainilla, Alma…


Hoy no es mañana y ya tu voz se desboca en mi memoria

con sus días claros de verano.

Lejos de ti, Sirena, querré un mar breve

para ir en busca de tu aroma y de tu brisa.

Mía, fruta mía, porque abrí una puerta y te hallé

reclinada en esa silla, atenta a un ritmo que intuyo

venía de otros espacios.

Tomé entonces la primera fila,

escuché el canto y decidí quedarme.

Mía porque no recuerdo un antes, pero sí un mañana.


Martha Ordaz


sábado, 4 de abril de 2009

Estado de excepción

A pocos días de mi viaje al D.F. busco en el calendario del próximo mes la primera oportunidad para ir a Xalapa, como si Xalapa fuera la meta de todos los viajes. Lo pienso y me emociono, aunque sé que apenas haya puesto un pie en la ciudad todo se transformará, la imagen y el recuerdo de mi Xalapa cotidiana, la de antes, se me escapará de las manos, y otra vez estaré en eso que yo llamo estado de excepción. Es el precio por haberme ido. Estar de visita ahí es raro, rarísimo.

Todo es una excepción. Te conduces con la ansiedad de mirarlo todo, comerlo todo, respirar todo el aire; quieres que te llueva en pleno centro, que salga el sol y te seque la ropa encima, quieres encontrarte a medio mundo bajo el reloj de Enríquez (cuenta la leyenda que si quieres ver a alguien en particular, te paras bajo el reloj y si te concentras mucho esa persona aparece fijo).

Los amigos siempre te reciben con los brazos abiertos y uno se aprovecha de eso y secuestra los días laborales de casi todos, comemos a deshoras y nos desvelamos mucho, todo un exceso desordenado porque lo quieres todo y al mismo tiempo. Creo que, a menos que me mude de nuevo a Xalapa, jamás volveré a probar las comidas cotidianas y mágicas de René y Angélica, ni tontearé un par de horas en la computadora de Claudia mientras ella sale, entra, se da un baño, va a la guardería por Julián, vuelve, ignora mi presencia, luego repara en ella y se le antoja alguna cosa de las suyas.

El estado de excepción nos haría irnos al cine a mediodía, comer unos tacos de cochinita pibil en Tres hermanos, mirar escaparates, entrar de nuevo al cine, comer un paquete imposible de palomitas y beber casi tres litros de Coca-cola helada, luego nos daríamos cuenta de la hora, iríamos en taxi a buscar a Julián a la guardería, y sabrá dios qué pasaría después. Quizás jamás repita las escenas del diario con Rebeca, en nuestras citas de banqueta y las charlas en las bancas del Ágora, mirando hacia los Lagos, para volver a hablar de lo hablado, descubriendo el hilo negro (otra vez), muertas de risa, aguantando hasta el límite el frío del sereno de las siete de la tarde.

Tampoco volveré a pasar tiempo con Andrea y Daniel buscando estacionamiento en alguna de nuestras diligencias a alguna parte, muertos de sueño los tres, con ganas de un esquite de los Lagos justo en la otra punta de la ciudad. Ni tomaré un Caxa-Ávila Camacho, ni me cortaré el pelo en la calle de la peluquerías de la Progreso o iré al sobrerruedas, ni “comeré papel” con Manolito en la oficina del maestro Sergio, ni me abriré paso hacia el balcón, entre la pereza de Lola y Homero, en las tardes de mayo para pedirle a los de la marimba ambulante que nos toquen Dios nunca muere mientras Manolito y yo nos reímos y comemos galletitas saladas con Sprite.

A pesar de lo que he dicho, soy capaz de superar el estado de excepción y mucho más, disfrutarlo; así que sigo atenta al calendario mirando combinaciones de días festivos y horarios de ADO. Esta vez llevaré en mi bolso de mano algunos libros de poesía de viejos-nuevos conocidos, uno de Marisol Robles, otro de Alejandro Higashi y uno más de Roberto, sólo para poder leer estos fragmentos de camino:

Parque Juárez

Vino a ser un lugar para el mundo
Parque Juárez, con sus esculturas temporales
su humedad, boleros, centro cultural, cafetería
y hoy, mi recuerdo de gentes.
Qué gente tan hermosa aquella.

Don Benito Juárez
presidente de la República, masón, liberal, indígena, ilustrado
Todo eso para mi tan español por simple
eran cosas que no tenían la menor importancia
Después una frase al caer la tarde
Vámonos amor que no me gusta estar a estas horas en la calle

En el parque otros viven sin mí
aman, deshacen, sueñan,
su presente está servido en silencio
como una ráfaga de aire frío que los conmueve
Vámonos amor que no me gusta estar a estas horas en la calle

Roberto Gutiérrez Currás



Xalapa
IV

Aquí la gente es tan etérea que no
conoce precisiones;
nos vemos a las 4:00 significa
vernos siempre con los ojos
de las 4:00, sentarse luego a conversar de todas
esas cosas que con habitual
demora suelen siempre estar presentes a las 4:00.

Nos vemos a las 4:00 son
palabras que se dicen
a una nube, a un gesto conocido
o a la pura claridad de acerca con
su luz una pregunta,
sin que límite o azar se crucen al decirlas.

Nos vemos a las 4:00 con extraño
súbito sugiere saberlo todo y decirlo
siempre todo con una frase sola, que nadie encuentra
y que está siempre dormida en el camastro de una charla,
amigable o pálida, como un clavel
en el ojal de aquella ropa que el improviso nos entrega.

Alejandro Higashi



A Xalapa

ENTRES SOLES GRISES
voy adhiriendo mis pasos
a esta gastada ciudad
La lluvia alacia los recuerdos
Cuesta mantener el olor a casa
Hay un llanto de niña
sentado en mi espalda
No hay flores que alumbren
en ese desandar
de niebla.

Marisol Robles

sábado, 24 de enero de 2009

Danzón dedicado...


Esta tarde de sábado el clima no estaba para paseos, y a mí se me ocurrió hacerme un arroz con leche porque amenazaba lluvia, y cuando era niña mi papá siempre preparaba uno (como nunca he probado) los días en que era seguro que llovería.
El techo de nuestra casa de Mina entonces tenía láminas de zinc, de un tipo muy grueso y antiguo que cuando llovía convertía nuestra casa en un instrumento de percusión gigante. Mi papá no quiso nunca "echar techo de material" como se decía entonces, ni cuando la situación económica era cómoda y holgada; no quiso porque le gustaba el sonido de la lluvia, dijo, y yo creo que en realidad era porque le gustan las marimbas y eso era nuestra casa, una marimba.
No sé qué tenga que ver el arroz con leche, la lluvia y las marimbas, pero esta tarde amenazaba lluvia, me preparé mi arroz con leche y me fui un ratote al balcón a tomármelo despacio mientras veía de lejos el horizonte mediterráneo con su gris de mar y su gris de cielo.
Algunos días cuando me pongo en este plan de añoranza necia no hay poder que me saque de ahi, así que encendí la compu y puse una estación de radio de Veracruz donde contaban el último parte de la agenda del gobernador del estado y en eso "se arranca" una marimba: el danzón Nereidas. Me reí y, ya resignada a aguantar vara, tomé un suspiro y la primera cucharada. Al final no llovió en Marbella, pero se me llenaron los ojos de agüita pensando en los días en que las láminas de zinc tocaban uns especie de música concreta cuyo código y lectura era mío y de nadie más.

Foto: Enrique Castro

sábado, 20 de diciembre de 2008

Árbol de Navidad


Ahora que el 2009 ya llegó y la vida comienza poco a poco a normalizarse, vamos superando la novedad del año nuevo y debo pensar cuándo quitaré mi arbolito de Navidad, dónde meteré tanto adornito, tantas lucecitas; mientras cabilo sobre esos asuntos pienso que de todos los árboles de Navidad que seguramente han desfilado ante mis ojos, uno se grabó para siempre en mi memoria.
En realidad, el asunto del arbolito nunca fue lo mío, pero este fin de año era especial porque mi padre nos visitaba, porque era mi primer año en una ciudad lejísimos "de casa", en fin, por una vida nueva en sí, así que puse un árbol comprado en los chinos, con luces compradas en los chinos, adornitos comprados en los chinos, es verdad; pero fue vestido en una fiesta entre amigos, con mucha risa y cariño sincero.
Pero decía antes, mientras cabilaba sobre el sitio que ahora ocupará un arbolito de Navidad dormido durante 11 meses recordaba uno en particular, hace muuuchos años, cuando yo tendría unos 6 o 7 años, quizás menos. Era en Juchitán, una Navidad como muchas, sin novedad aparente, pero distinta para mí sólo por el detalle del árbol.
Durante un par de meses confeccioné una gran cantidad de adornos navideños hechos con papel terciopelo rojo y blanco, algodón y listón dorado: un ejército de Santa Claus, unos más gordos que otros, unos más sonrientes, otros más bien medio bizcos, con barbas largas, cortas, medianas; de todo.
Por su parte, mis primos de Juchitán y otros más que estaban en el DF hicieron lo mismo, así que al final teníamos una cantidad insultante de pequeños y disímiles adornos navideños, pero no teníamos árbol. En Juchitán la Navidad está bastante alejada de la Navidad de las postales con su paisaje eternamente nevado pero a buen abrigo de una chimenea o la luz mortecina de una cabaña de madera en el medio de un bosque mágico.
No, nuestras navidades eran más bien frescas, incluso cálidas algunos años en los que ignorábamos todavía lo del cambio climático y ya teníamos advertencias; teníamos comidas exóticas, rituales llenos de superstición, árboles en el patio trasero que simulaban ogros gigantes y nos mataban de miedo; teníamos carretas en las calles sin pavimentar, cementerios de colores, piñatas gigantes llenas de dulces, bicicletas, incluso días de playa y ojos de agua.
En aquella ocasión, no sé por iniciativa de quién, ni cómo ni dónde pero fuimos a buscar un árbol que sostuviera nuestros cientos de adornitos caseros, y dimos con un árbol tropical completamente seco, arrancado de cuajo de la tierra, perdido en algún paraje; lo trajimos a casa de mi tía Lupe, la anfitriona, y lo pintamos todo de blanco, todas y cada una de sus ramitas pintadas de un blanco total.
Era perfecto; tampoco sé cómo ni quién lo hizo, pero de pronto lo habíamos plantado en medio de la sala. Lo llenamos de luces, de guirnalditas de papel plateado y esferitas que habían sobrevivido ya muchas Navidades; a decir verdad, creo que aquello era una especie de Oda al reciclaje y yo tuve mi momento de gloria y felicidad cuando colgaba uno a uno todos mis Santas provista de una bolsa de clipes desdoblados. Mis primos hicieron lo mismo durante un buen rato hasta que nos agarró la noche y al encender las luces eso era lo más bonito que yo hubiera visto nunca, el non plus ultra de mis navidades. Entonces yo pensé que ahora sí era Navidad por fin en Juchitán, como en las películas y en las postales, que teníamos el blanco mejor elegido y que seguramente ni una sola casa de la ciudad podría competir con nosotros en eso, que la sala de la casa de mi tía Lupe era el ombligo del mundo, el primer sitio al que Santa iría en su trineo y que sin duda se llevaría uno de mis Santas de papel de recuerdo al polo norte.
Qué pena que no tenga una foto, y si la tuviera, quizás me daría cuenta que no es como yo creía, que el recuerdo y la infancia me traicionan, pero eso no importa, lo que sí he decidido en estos primeros días de enero es estrenar mis planes del año, tengo uno muy particular: cuando sea otoño me daré a la tarea de buscar en algún sitio un árbol seco que haya extinguido su vida y que esté dispuesto a despedirse vestido de blanco.

Foto: Federico Hamilton

viernes, 10 de octubre de 2008

Papel tapiz

Para Lorena Ruiz, so far away, so close.

Miente quien diga que no guarda en la memoria un cariño por alguna habitación de la infancia. Quizás la habitación de la abuela, el de nuestros padres o la sala de algún tío, incluso el consultorio del pediatra o el comedor de una vecina. Y si ya estamos de nuevo en aquella habitación, díganme, ¿de casualidad no tiene papel tapiz en las paredes? Puede que sí. Hace unos días Lorena me contaba que su casa estaba en plena reforma: cambiaban el papel tapiz de las habitaciones. Lorena vive en Suecia, y hasta ese día supe que es la norma, que ahí lo que se lleva desde siempre ha sido el papel tapiz. «Ni los suecos saben por qué» (Lorena dixit). Así que aquella charla me devolvió al papel tapiz de mi casa en Mina cuando yo era niña (y por supuesto, era el inicio de lo ochenta).

Sé lo disparatado que puede sonar lo que diré: una casa en Mina en medio del calor tropical, con índice de humedad del 89% la mayoría del año, a unos pasos de una refinería petrolera (con todas su implicaciones), y en una calle que no vi pavimentada hasta inicados los noventa. Ahí vivía yo con mis padres, el sala, el comedor y una de las habitaciones tuvo durante años un papel tapiz entre verde/beige con cierto diseño victoriano/rococó que hacía un equilibrio forzoso con el mobiliario de recién casados de mis padres, al más puro diseño setentero, tenía un piso de cemento rosa sobre el que yo dormía la siesta sin mediar mantitas de por medio; teníamos también una radio consola con muchos botones dorados y fue durante muchos años la joya de la corona.

Recuerdo una ocasión en la que renovamos parte del tapizado y fue divertidísimo el primer día, sobre todo descubrir cómo se elaboraba ese cola transparente para pegar el papel, mi papá y yo fuimos a una tienda por los materiales, pasamos horas para decidirnos por un decorado que no fuera un disparate con el anterior, cuando llegamos a casa vimos que un disparate no era, en el sentido estricto de la palabra, pero… bueno, en fin.


Al final todo quedó perfecto, me divertí mucho, con las sobras de la cola transparente hicimos papel maché, empapelé un cajón de madera, las paredes de la casa de la Barbie, y la fachada de la casa de mi perro, pero no le hizo gracia. Con los años a nosotros también dejó de hacernos gracia y lo quitamos (ni pregunten), la moda se llevó aquello, y trajo las paredes con tirol, el esgrafiado, estilo liso, líneas, con cenefas, sin cenefas, deslavado y qué se yo. Aquel papel tapiz, el de la segunda empapelada (quizás antes hubo otro tipo pero yo, o no había nacido o no me da la memoria para tanto); decía, ese papel tapiz y yo nos volvimos a encontrar de nuevo muchos años después, cuando estaba en la universidad. En una ocasión en casa de Rebeca Martínez, quizás la primera vez que estuve ahí, vimos películas, oímos música en su habitación y cuando pregunté por el cuarto de baño me topé con él de golpe. La puerta del cuarto de sus padres estaba abierta y ahí estaba mi querido y olvidado papel tapiz, le pedí permiso a Rebeca para entrar un momento y de verdad mientiría si les dijera que algo no se me encogió por dentro. Me dio un vuelco en el estómago y ahora mismo que lo cuento siento cierta nostalgia de aquella vida tan disparatada, tan calurosa, con todas esas texturas incombinables, del olor del pegamento, el dibujo del diseño, y todavía más: me acuerdo de la ropa que traía puesta mi padre el día que pusimos el tapiz, de mi perro, de todo.

Quizás no venga a cuento enumerar los objetos a detalle, pero lo que quiero decir es que ese día en casa de Rebeca me acerqué al tapiz y puse encima la mano, me acerqué más para observar de cerca un recuerdo que de otra forma no habría podido contemplar. Y era como si desde esos pocos centímetros de la pared el mundo completo apareciera, del tapiz pasé a los muebles, el techo de zinc, las vigas negras, el suelo rosa, los objetos, la casa, los árboles, el camino hacia la escuela, mi banca, los útiles escolares, hasta que me fue posible mirar mis propias manos pequeñas manipulando una casa en miniatura donde tampoco combinaba el tocador de la barbie casada con un oso de peluche.

domingo, 28 de septiembre de 2008

Dos veces yo

Tener dos nombres significa ser dos personas, al menos eso dicen. No es tan terrible si ambas poseen personalidades afines, pero puede desatarse un infierno interior si son totalmente disímiles y aun antagónicas. Algunos tienen la suerte de crear con ambos uno solo y así concilian en un solo cuerpo dos personalidades, casi todas las marías y todos los josés tienen esa suerte, quizás porque a José y María se les concedió pasar por humanos comunes y después, tras el nacimiento de Jesús, fueron otros. María Fernanda, José Ramón, María del Carmen, María del Lourdes, así, se convierten en Marifer, Joserra, Maricarmen, Marilú, etc.

Yo en cambio, formo parte de los que viven escindidos con una identidad doble. Alguna vez tuve la fortuna de ser una misma, hasta que tuve siete años; después todo cambió.


Si alguien me preguntaba entonces “¿cómo te llamas?” yo decía: Martha Aurita, que en nada fue simplemente Marthaurita. Pensaba que mi nombre era estupendo, muy largo, como el de una medicina, y redondo en su sonido, pero también cuando lo veía escrito pensaba que tenía forma de cubos o de vasos apilados, formados como tren. Además era un nombre lógico, pensaba. Si mi mamá se llamaba Aura era normal que me llamara como mi mamá y papá, pero en pequeño, por supuesto que mi papá no se llama Martho, pero él solía decir que ese nombre le gustaba desde siempre y la casualidad dio que a mi mamá también, en fin, que Marthaurita era una suma correcta.

El primer día de clases en la primaria la maestra se presentó, dijo su nombre, nos sonrió y se dispuso a pasar lista comenzando con los apellidos. Ningún niño la dejaba jamás terminar, apenas oímos nuestros dos apellidos levantábamos la mano y la maestra pasaba al siguiente, el siguiente hacía lo mismo, y así hasta el final.

Cuando escuché “Ordaz” levanté la mano y no esperé el segundo apellido. Al final de la clase la maestra entregó a cada uno un formato donde escribió nuestros nombres para que lo lleváramos a casa y nuestros padres pusieran ahí algunos datos. Lo tomé y vi escrito en aquel papel Martha Aura, me regresé al escritorio de la maestra y le dije: “mi nombre está mal”, ella lo tomó, cotejó con su lista y me dijo: “no, está bien, así está en la lista. Y tú niña, ¿ya sabes leer?”. Creo que no contesté su pregunta, sólo le dije: “no, revise otra vez maestra, mi nombre está mal”, yo también quise preguntarle si ella sabía leer… pero algún instinto me hizo quedarme callada. Ella me miró y creo que pronto le hice perder la paciencia, sólo me dijo: “lleva esto a tus papás, niña, y que lo devuelvan con los datos que les pido”.

Tomé el formato muy contrariada y bastante molesta. Cuando llegué a mi casa lo primero que hice fue sacar el formato de la mochilita. Aquello era algo muy grave. Cuando mi papá llegó a la hora de comer yo lo esperaba sentada en el comedor y el papelito desdoblado sobre la mesa. Apenas entró me miró y supo que algo terrible estaba a punto de pasar, así que sin más se sentó junto a mí y me dijo: “dime, ¿qué pasa?, ¿no te gustó la escuela?”. Yo dije que sí, que todo bien pero que había algo malo con mi maestra, que me había dado aquel papel con mi nombre mal escrito, yo le había pedido que lo revisara pero ella me dijo que no, que estaba todo bien, que así era mi nombre y punto.

Le iba contando cada detalle a mi papá y él se iba poco a poco echando el cuerpo sobre el respaldo de la silla, mirándome con mucha atención y rozaba su barba con el dorso de su mano. Hasta que tomó aire y me dijo directamente, temiendo mi respuesta: “¿y qué está mal, hija?” Yo no pude más y ahí dije “¡Cómo que qué está mal! ¡Mi nombre! ¡Mira, aquí dice: Martha Aura!, yo no me llamo así, me llamo Marthaurita!”.

Mi papá dice que aquello casi lo hace romper la carcajada pero no pudo porque se dio cuenta de lo dramático que todo eso era para mí, así que me tomó una manita y develó ante mí un secreto insoportable: que aquel era mi nombre, que sí, que me llamo Martha Aura y no Marthaurita como había creído todo ese tiempo. Para probármelo trajo mi acta de nacimiento y aquella fue la primera vez que lo veía y entendía qué era un acta de nacimiento. Leí atentamente el papel, casi no entendí nada de lo que decía, salvo los nombres de mis papás y el mío, claro, ahí estaba escrito, en negritas y con mayúsculas: Martha Aura. No hace falta decir que se me vino el alma al suelo. Yo ya no era una, sino dos. Dejé el acta de nacimiento en la mesa y me fui a mi cuarto, a pensar.

Yo no quería ser dos, o no podía o era demasiado para una niña ser dos personas al mismo tiempo. Así que después de mucho pensarlo, salí de mi cuarto y toqué en la puerta de mi papá. El leía el periódico, le hizo a un lado y me extendió los brazos, por supuesto fui hacia él y le dije lo que había decidido. Ya que tenía dos nombres había elegido uno solo, así que desde entonces sólo sería Martha y no Aura, Martha Ordaz y ya. Mi papá me abrazó y me dijo: “Te llamarás Martha, pero para algunas cosas tienes que decir tus dos nombres. Además tú y yo sabemos, aunque nadie sepa, que tu nombre verdadero es Marthaurita, ¿de acuerdo?” Yo acepté el trato, llevé al día siguiente el formato para mi maestra y ni siquiera mencioné nada sobre el día anterior, ella seguramente lo olvidó por completo. O quizás todavía se acuerda.

Pocos saben mi segundo nombre. Cuando se enteran parecen un poco sorprendidos. Los que tengan doble nombre sabrán de qué les hablo. Mi papá desde aquel día jamás me ha llamado más que Martha, el resto de mi familia jamás se enteró, pero por la costumbre y mi empeño se acostumbraron a llamarme Martha cuando se dirigen a mí, aunque sé que también me dicen Aurita, porque extrañamente algunos si se menciona el nombre de Aura dudan si se referirán a mi mamá o a mí, así que esa distinción ayuda, supongo. Un grupo muy pequeño, mi coto particular, entre los que están mis amigos más queridos y mi papá siguen diciéndome, en privado, mi nombre verdadero.

viernes, 26 de septiembre de 2008

El patio

Mi abuela materna fue mi vecina en la primera casa en la que yo viví. El patio trasero de mi casa se unía al suyo y formaba un campo que bien visto era más bien pequeño, pero entonces me parecía que ahi era posible todo. Era el gran escenario de manos con lodo, dientes de tierra después de preparar pasteles y guisados de hoja. Un patio es el árbol del fondo, grabado con “papá y mamá”, el primer —quizás el último— amor de verdad, el que uno piensa para siempre; es el mejor escondite (¡lejos del pozo!, grita la abuela), es el estadio a reventar de un interminable partido de beisbol, la cachucha pa’trás, la rodilla raspada.

El nuestro, era un ring de boxeo y lucha grecorromana entre primos y hermanos por un partido de canicas, el árbol de mango grande imposible de trepar (mariquita el que se raje) y de pronto ya estás casi en la copa gritando que alguien te baje, es la piñata en brazos del primo gandalla corriendo entre el columpio, el pozo, las plantas intocables de una tía asesina por culpa de sus hortensias; los juguetes regados dondequiera, el patín del diablo, la bici ponchada, los soldaditos de mi primos enterrados en la esquina del terreno —los que murieron en batalla—, mi patio era un perro blanco y negro que fue también caballo, es el grito de “¡A comer! ¡Y lávense las manos!” sin entender por qué cosas tan distintas van pegadas.

La única bandera ahi era la camiseta de siempre, subiendo y bajando cada vez más pálida del tendedero que explotábamos. Los patios son historias de castigos y regaños, el lugar mejor para cavar la alberca (el gran sueño de la cuadra), el bosque, el desierto, el viejo oeste, la playa, los piratas, el mundo entero...

martes, 29 de abril de 2008

Mala memoria

Tengo mala memoria, o muy selectiva. Quizás poca capacidad para almacenar información útil. Quizás tampoco sea cierto y solo tengo un problema de "recuperación de datos". Necesito estímulos constantes para recordar los detalles. Aun cuando logro recordar un suceso, ciertas precisiones que me gustaría retener se me diluyen. Ahora mismo tengo 33 años y ya me resulta penosa la tarea de mirarme a los diecisiete o dieciocho. La infancia en cambio me parece más clara pero creo que no es suficiente, de entonces tengo presencias que me resultan tan emocionantes e intensos que me gustaría poder recordarlas de mejor manera.

Escribo ahora esto no como un diario del día al día sino más bien como una trampa de la memoria, procuro dejarme pistas que más tarde pueda seguir; incluso al día siguiente cuando ya todo es pasado uniforme, casi sin fronteras entre ayer y hace veinte años. Cuando veo publicadas las memorias de alguien siento una profunda decepción al sostener entre mis manos un tomo de solo quinientas páginas, siempre pienso “¿y esto es todo? ¿Caben en ochocientas páginas la memoria de un hombre de ochenta años?”. Es increíble que se registre en esas obras una serie de eventos pulcramente trascendentes y se dejan de lado y apenas se mencionen (por no decir que se olviden del todo) los recuerdos ligados no a las personas ni a los grandes asuntos, sino simplemente a los objetos, a los episodios irrelevantes.

Recuerdo una clase de Marito Muñoz donde hablaba de Amiel y su maravilloso diario como el único ejemplo de las memorias de un hombre.

Ahora que he escrito esto recordé la relación simbiótica que mantuve no sé si durante días, semanas o incluso años con una camisetita roja que decía en letras blancas: Mazatlán. Yo tenía cinco años, quizás cuatro, y es casi como si fuera hoy y casi como si pudiera sostener entre mis manos su algodón grueso pero muy deslavado, incluso logro evocar su “aroma a sol” (como dice la mamá de Claudia) y esa prenda sacada a tirones de mi mente trae consigo una cadena de evocaciones sin ton ni son, el jabón rosa Zote en el fregadero del patio; yo misma, apoyada la barbilla sobre el filito esperando que unas manos terminaran de lavar instigadas por mi prisa, a veces eran las de la señora de la limpieza, otras las de mi papá o mi abuela quizás; recuerdo llevarla al tendedero chorreando agua y ver las goterones caer en la tierra, echarme la camiseta húmeda al hombro, manipular con trabajo la palanca para bajar la cuerda de tender. Recuerdo la camiseta y sus letras prensadas en el mecate, como una bandera: un verso de Bonet: “una patria por ti amada es la infancia…”; recuerdo mirarla mientras cambiaba su color de húmeda a seca en 25 minutos eternos. Siempre, con un mínimo de humedad yo me la ponía y era feliz, tan inmensamente feliz dentro de ella que solo de pensarlo siento un vuelco en el estómago. Y quisiera ahora mismo describir lo que se levantaba en torno a ese momento, el color exacto de las paredes de mi casa, el olor de la tierra mojada, los cuchicheos de la calle, el calor de 40 grados en Mina, el mundo girando como un mecanismo perfecto y yo sobre un taburete para alcanzarme la prenda amada, yo como desde la cima de un mundo recién nacido, como bajo un rayo divino, el aroma de una cocina oscura, el aceite del cabello trenzado de mi abuela que vigilaba de lejos. Esa camiseta durante un tiempo fue mi piel, no recuerdo cuándo dejé de usarla ni por qué, me imagino que debió morir de muerte natural, como mueren también las paredes queridas, y aquellos días y las cosas sin importancia.

Martha Ordaz
Y ya voy recordando mejor lo que decía, no era patria la palabra:

Una provincia por ti amada es la infancia.
¿Te acuerdas aún?,
aquellas fiestas con guirnaldas de máscaras
en penumbrosos parques,
en marismas con barcos.

¿Te acuerdas aún?,
de un tren lento entre luz azul y frontera,
de un libro otoño con cazadores,
de una noche en valle de miedo,
de un volverte a mirar la ciudad,
la ciudad que en tus sueños soñabas.

Nadie te puede arrebatar todo esto.
Nada terminó todavía.
De aquella provincia jamás
podrá expulsarte ningún ángel.

Juan Manuel Bonet