sábado, 18 de julio de 2009

Ave de mal agüero

Ella, que a los trece renunciaba pronto a andar a paso de niña con trenzas largas, guardaba en el fondo del bolso una muñeca de trapo, se cortaba el pelo de largo a corto, de corto a cortísimo, y así anduvo, hasta el ras de un cuello moreno de olivo puesto al sol; apoyaba el arco de sus manos en el ajuste perfecto de los huesos de la cadera que entonces no tenían cadencia ni ritmo ni espasmo.

Un fantasma andaba ya rondándole las piernas y en su espalda dos alas tersas negras. Ella no sabía que llevaba impregnada en la punta de la lengua un aderezo, la gota de vino que acompaña al desamor con sus ojos de quietud de lago que amenaza desde el fondo. Abría la puerta de la casa hacia la calle y bajaba el primer escalón…

martes, 7 de julio de 2009

La casa de uno



La casa de uno es la misma cuna dormida
de la infancia más remota,
el suelo blando que sostuvo antes
la torpeza de los pasos.
El cuerpo es el cofre y sus cerraduras todas,
la casa trasatlántico,

roca en la mar
a salvo de naufragios.
En el bolsillo junto a la arteria femoral
la contraseña de un cerrojo,

abracadabra de un puerto a buen resguardo.

Personas y plantas y libros y cuadros,
ladrillos de argamasas invisibles

abrazados en desorden erigen las cimientes.

Memorias lo mismo de álbumes de fotos desgajadas,
tristes días de luto, adultos plenos de gozo,

días de reyes magos, portazos como aplausos.

La casa de uno es un desplegarse de alas
de las cosas rancias

recién sacadas de un celofán perpetuo

la ropa antigua de nuevo remendada,

el lustre de los zapatos.

Yo me traje una silla hacia una esquina de la casa,
la misma casa y cuna de otros tiempos

que no veré sino en el sueño más profundo.

Me hice a un lado, dejé que los objetos se saludaran,
se dieran la bienvenida.

A sus anchas invadieron los espacios.

Pronto han puesto la mar sobre el desierto,
tendido las camas, lavado los platos.

Pronto colocaron nostalgias en las cortinas

y la luz se traspasa por un filtro de añoranzas.


Flota la casa.
Levantado el ancla de su herrumbre,

navegamos...

Martha Ordaz

lunes, 6 de julio de 2009

Nosotros

Nosotros somos seis hermanos: yo.
Permítanme explicar entonces: Yo soy seis hermanos. Formamos parte de esta familia sui generis. Nuestra madre murió cuando la hija tercera tenía cinco años. Los otros tres, por alguna extraña herencia, se gestaron así en mi matriz de feto.

Hoy tengo veintiséis y a los tres siguientes los llevo dormidos en la esquina de un ovario. Físicamente soy una sola, pero llevo la voz de todos, al menos tengo un poco de privilegio en eso.
Emocionalmente, y para el colectivo, encima de mí caen las faltas de los otros cinco, a mí me piden todas las explicaciones: si el mayor ni se ha casado, a sus veintiséis, si la más pequeña no ha equivocado el buen camino, o será de aquél la vocación correcta. Así que como digo: soy Yo también quien escribe esto por ellos, no sé si para hacerle justicia a sus méritos o si es para exonerarlos.
Éstos son, uno a uno, mis hermanos.

[...]

Mauricio tiene los ojos lindos, ojos sensatos. Tiene toda la cordura del mundo, toda la experiencia que puede pedírsele a un niño, la que puede pedírsele a un hombre maduro o a un anciano. Mauricio es hermoso, su cabello negro y ondulado nos gusta a todos, y ese rizo que se pega a su sien izquierda y él insiste en ahuyentar. Mauricio es el primogénito, el consentido de papá.

También a veces lo odiamos, otras nos enorgullecemos. Con él nunca se sabe, lo mismo nos vigila como presintiendo todos nuestros movimientos y nos acosa, y nos censura, que nos alienta; nos mete el hombro. Solemos ocultarnos detrás de su espalda en el peligro y al día siguiente formamos la resistencia en su contra, lo traicionamos y solicitamos su auxilio con la misma fugacidad y prácticamente sin remordimientos.



Xalapa, Veracruz, 6 de febrero, 2001

De un cuaderno que ni siabía que andaba rodando por ahi, relato a retazos y por entregas.

sábado, 4 de julio de 2009

Una mañana y su devenir

Texto recuperado de un cajón, fechado el 10 de septiembre de 2007


Anoche antes de dormirme leía un artículo de Juan José Millás, de la colección que publicó Aguilar y El País a partir de sus colaboraciones en ese diario. El libro en cuestión es Algo que te concierne. Ya les mando en breve un par de textos de ahí que son para morirse de risa, o para antes de dormir (no es que aburran). No quiero decir nada malo de Millás, a quien conozcopoco como para meterme con él, pero está bien para los últimos 20 minutos de conciencia antes del sueño. Lo digo porque últimamente estoy con Pessoa y no hay manera de parar, en nada son las tres de la mañana.


Decía Millás en alguno de esos textos que en un día un ser humano tiene miles de ideas, un bombardeo terrible, pero que al final solo se decide por un par, por salud, por practicidad y por sentido de realidad. Irremediablemente vino a mí la voz de Angélica y de René diciéndome “¡Para de pensar!, pensar, pensar, pensar, todo el tiempo pensar…” ¿Y cómo se hace?


Hoy al despertar decidí obedecer a mis ideas o atenderlas o al menos responder a algunas y ha sido la misión más imposible nunca antes emprendida por mí, el asunto es que son apenas las 2.28 pm y ¡renuncio!, aun así no pocas cosas buenas salieron del intento. Las ideas así se sucedieron: ah preguntarle a René sobre la pintura de la casa nueva; por cierto ese libro que estoy viendo desde la cama, quiero leer un poco tan solo; voy a poner la lavadora; tomaré un licui ahora mismo; qué ropa me pondré, el celular se descargó, debo ajustar las medidas del catálogo, ¿hay sol?; un verso “una voz traspuesta de vergüenza…”, pero anoche debí escribir los versos que pensé, cómo eran? No debo olvidar los correos pendientes; me gustaría leer esta tarde un poco más a Segovia, ya casi acabo el Cancionero de Pessoa, pinche vecinito y su escándalo de anoche; ¿cómo le irá a Nabor hoy con el retiro del clavo en su huesito?, ¡joder cómo pude perder los versos que escribí para él en el avión, no los perdí, sabrá dios dónde los puse; ¡ostias a propósito de avión, debo depositar el importe del de Saulo hoy mismo!; sí que tengo chingada la muñeca, me duele un friego, ¿qué día me tocaba la regla?; voy a transcribir el texto de Algo que te concierne para los cuates, un tema bonito ese, lo que digo: que algo siempre se está gestando, el accidente de la vida que te espera… debería retomar ese textito, ¿dónde está, en mi metaficción?, me gustaría escribir un poema con otro tono, me parece que ahí fui muy pesimista, debo releerlo; este fin de semana leeré lo de Marías también, pero tengo entre ceja y ceja a Bolaño, esta noche termino de releer Los años falsos de Vicens, enviaré a la editora mi reseña; propondré dos poemas para publicar en Contrapunto. No estaría mal enviar también lo de Benjamín sobre Marías, le preguntaré, no se opondrá. Debo consultar lo del traspaso de la línea del teléfono y el cable.


Todo esto mientras bajaba la escalera para el licui. De aquellos segundos me quedé con una idea por encima de todas: Bolaño; me pasa algo tan extraño con él, lamento tanto tu muerte, de una manera extravagante porque en realidad cualquier muerte de cualquier talento es lamentable pero es que lo de Bolaño cuando lo pienso me entristece de verdad, como de un amigo querido a quien uno extraña tanto, de quien revisita sus fotos y sus cartas y de pronto te enteras que ha muerto lejos y no asististe al sepelio, ni siquiera ese consuelo te queda.


Así que leo a Bolaño y me emociona, de pronto tuve ganas de verlo hablar, bendito YouTube, busqué una entrevista, encontré una muy larga e interesante dividida en varias partes y en una de esas partes menciona a Los detectives salvajes, cuyo protagonista, Ulises Lima, está basado en el poeta mexicano Mario Santiago, o más bien se trata expresamente de él. Santiago murió también no hace mucho, busqué un artículo sobre Santiago, encontré uno escrito por Villoro que más tarde compartiré con ustedes.


En fin, este es el devenir de una mañana cualquiera, la ropa está en el tendedero, sí salió el sol, el licui fue un licui profesional, estoy vestida, tengo claro lo que haré con el catálogo que diseño, ya está lo del teléfono y el cable, he puesto todos los mails, y el resto del día mientras el trajín siga seguiré pensando en las palabras de Bolaño y el gusto de escucharlo, tarde para mi, siempre a tiempo para él.


Será lo que dice Millás en “Horóscopo”, aunque no me entero aún y quizás pasen años todavía:

Algo que te concierne está sucediendo sin parar, aunque no sabes dónde. Quiza en la habitación de al lado, quizá en el otro extremo del autobús en el que te desplazas, tal vez en el vagón de metro, o en el coche que se ha parado junto a ti, en el semáforo, y cuyo conductor te ha lanzado una mirada de extrañeza. Algo que nos concierne se ha puesto en movimiento, puede que en un punto algo alejado de nosotros. Lo cierto es que en algún lugar ha empezado a formarse un tejido en el que se entrelazan los deseos, la desesperación, la felicidad o la desdicha de todos nosotros. Es un tejido que nos incluye, pero sobre cuya trama no tenemos ninguna influencia. Algo que nos concierne está sucediendo mientras recorremos las calles con el corazón destrozado por el amor o por la plusvalía. Algo inquietante está pasando ya en un bar cuyo nombre ignoramos, en un congreso de gente que habla en inglés, o quizá en italiano. Pero suena el despertador y tú te incorporas sobre la cama, sobre los sueños ya borrados, como todos los días. Te reconstruyes en cuestión de minutos, en cuestión de minutos reúnes los materiales que la noche dispersó, los ordenas, y el resultado es que vuelves a ser un individuo, como ayer, como el año que viene. Luego sales a trabajar disciplinadamente, a ganarte la vida, a relacionarte con tus contemporáneos. Te mueves como si no pasara nada, como si tu futuro fuera ajeno a lo que está sucediendo en algún sitio. El tejido sobre el que se desliza tu existencia es sólido, se pueden arrancar de él unos cuantos hilos, incluso el formado por ti, sin que la trama sufra alguna alteración. Tal vez lo que va a suceder está ya en el tu interior porque era ahí donde tenía que ocurrir. Pero aún no lo has visto, como no has visto al sujeto que se ha parado junto a ti, en el semáforo, con unas botas negras y la respiración ansiosa. Tal vez ese sujeto que no ves es tu hermano. O tu asesino.

lunes, 22 de junio de 2009

Verdadero nombre

Llamaré desierto al castillo que fuiste,
noche a tu voz y a tu rostro ausencia.
Cuando caigas en la tierra estéril
llamaré nada al rayo que te entrego.

Morir es un país que amas.
Viajo eternamente por tus caminos sombríos,
destruyo tu deseo, tu forma, tu memoria.
Soy tu enemigo y no tendré piedad.

Te llamaré guerra
tomándome contigo todas las libertades de la guerra
y tendré entre mis manos tu rostro marcado y oscuro
y en mi corazón ese país que ilumina la tormenta.



Traducción de Patricia Rivas

jueves, 18 de junio de 2009

Fruta negra



A Angélica Almanza Villegas

Todas las músicas que antes dormían en mi pecho

lejos de ti serán silencio, nostalgia de una playa.

Te nombraré de nuevo con otro alias cada día:

Aurora, Vainilla, Alma…


Hoy no es mañana y ya tu voz se desboca en mi memoria

con sus días claros de verano.

Lejos de ti, Sirena, querré un mar breve

para ir en busca de tu aroma y de tu brisa.

Mía, fruta mía, porque abrí una puerta y te hallé

reclinada en esa silla, atenta a un ritmo que intuyo

venía de otros espacios.

Tomé entonces la primera fila,

escuché el canto y decidí quedarme.

Mía porque no recuerdo un antes, pero sí un mañana.


Martha Ordaz


lunes, 8 de junio de 2009

Sueño de azotea


Para Jesús Gaona, ciudadano, y Patricia Rivas, citadina.


Algunas ciudades son como princesas caprichosas, melindrosas, con cierta voz quedita de falso pudor; con ellas no hay cortejo que valga, nada nunca saldrá de sus manos y menos aún de sus labios, son ciudades remilgosas y malcriadas. No hablo de ciudades fatale como Las Vegas; me refiero en realidad a ciudades llenas de tontería y de una vulgaridad lujosa.

De ellas uno se divorcia pronto y toma uno un día un avión, un barco o cualquier otra forma contundente de abandonarla para siempre, sin souvenirs de por medio, fotos de viaje ni nada que deje en nosotros una mínima muestra de nuestro paso por ellas.

Otras ciudades son más bien hostiles, incluso de una rudeza innecesaria; te muerden los talones a la menor provocación, te sacan ampollas en las plantas, te aniquilan en un dos por tres los pulmones y la presión arterial. No se puede domar esa naturaleza, o a veces sí, todo depende del humor en el que estén, de la suerte que te acompañe... Miento, esas son ciudades indomables, aunque la suerte te acompañe no tienes posibilidad de nada, sin tregua para nada ni para nadie y aun así tienen el encanto de las pasiones prohibidas, de los amores imposibles no exactamente por "imposibles" sino por absurdos, por provocarle a uno un deseo fuera de lugar y de tiempo. Esa quizás sea la clave de una tortura: tiempo fuera de tiempo. Y esta ciudad es un poco como esa rara belleza que se sabe bella, violenta, pasional. Esperpéntica muchos días, sofisticada muchas noches, quieta y casi suave en las horas en que amanece. Un amor tortuoso del que quieres salir corriendo pero que al final te seduce de nuevo y al que vuelves más tarde o más temprano.

Cuando estás lejos lo piensas mejor, te felicitas por el gran triunfo de haber escapado, pero más tarde, una madrugada, te despiertas y abres la ventana de tu habitación y oyes la voz de la ciudad indomable diciendo tu nombre de lejos. Y qué dolor terrible es entonces la distancia. Pensaba en eso hace unos días, desde la azotea de un edificio de la calle Guipuzcoa esquina con Oviedo, en la ciudad de México.

Era de noche, la vista no parecía particularmente atractiva desde ahi, pero después de estar un buen rato podía mirar la ciudad de una forma distinta, era más algo que percibía de manera intuitiva que lo que podía "mirar" de verdad; podía escuchar la voz de la ciudad llena de susurros de autos, sirenas a lo lejos, voces charlando, algunas risas y la música de algunas ventanas no hacía un escándalo sino una atmósfera que casi tenía un color, o eso pensé en ese momento, lo imaginé violeta, un ruido violeta.

Esta ciudad tiene su sistema de anzuelos infalibles, no voy a contar "todo lo que una gran ciudad ofrece", nada de medios de transporte, de comunicación, nada de consumo, nada de espectáculos, ofertas; nada de eso. Esta ciudad tiene un tipo de personas anzuelos que no son nunca sus ciudadanos típicos sino siempre una excepción; puede ser que sean personas de una naturaleza común pero tan disímiles entre ellos, tan únicos. Lo llenan todo con su manera de mirar, con sus charlas inagotables, con sus gestos breves, su prisa y su cautela, que uno lo sabe y sin resistencia acepta el bocado que te ofrecen, muerdes el anzuelo y sonríes con complacencia, incluso cuando sientes entrar en tu paladar el filo que te ata.

sábado, 4 de abril de 2009

Estado de excepción

A pocos días de mi viaje al D.F. busco en el calendario del próximo mes la primera oportunidad para ir a Xalapa, como si Xalapa fuera la meta de todos los viajes. Lo pienso y me emociono, aunque sé que apenas haya puesto un pie en la ciudad todo se transformará, la imagen y el recuerdo de mi Xalapa cotidiana, la de antes, se me escapará de las manos, y otra vez estaré en eso que yo llamo estado de excepción. Es el precio por haberme ido. Estar de visita ahí es raro, rarísimo.

Todo es una excepción. Te conduces con la ansiedad de mirarlo todo, comerlo todo, respirar todo el aire; quieres que te llueva en pleno centro, que salga el sol y te seque la ropa encima, quieres encontrarte a medio mundo bajo el reloj de Enríquez (cuenta la leyenda que si quieres ver a alguien en particular, te paras bajo el reloj y si te concentras mucho esa persona aparece fijo).

Los amigos siempre te reciben con los brazos abiertos y uno se aprovecha de eso y secuestra los días laborales de casi todos, comemos a deshoras y nos desvelamos mucho, todo un exceso desordenado porque lo quieres todo y al mismo tiempo. Creo que, a menos que me mude de nuevo a Xalapa, jamás volveré a probar las comidas cotidianas y mágicas de René y Angélica, ni tontearé un par de horas en la computadora de Claudia mientras ella sale, entra, se da un baño, va a la guardería por Julián, vuelve, ignora mi presencia, luego repara en ella y se le antoja alguna cosa de las suyas.

El estado de excepción nos haría irnos al cine a mediodía, comer unos tacos de cochinita pibil en Tres hermanos, mirar escaparates, entrar de nuevo al cine, comer un paquete imposible de palomitas y beber casi tres litros de Coca-cola helada, luego nos daríamos cuenta de la hora, iríamos en taxi a buscar a Julián a la guardería, y sabrá dios qué pasaría después. Quizás jamás repita las escenas del diario con Rebeca, en nuestras citas de banqueta y las charlas en las bancas del Ágora, mirando hacia los Lagos, para volver a hablar de lo hablado, descubriendo el hilo negro (otra vez), muertas de risa, aguantando hasta el límite el frío del sereno de las siete de la tarde.

Tampoco volveré a pasar tiempo con Andrea y Daniel buscando estacionamiento en alguna de nuestras diligencias a alguna parte, muertos de sueño los tres, con ganas de un esquite de los Lagos justo en la otra punta de la ciudad. Ni tomaré un Caxa-Ávila Camacho, ni me cortaré el pelo en la calle de la peluquerías de la Progreso o iré al sobrerruedas, ni “comeré papel” con Manolito en la oficina del maestro Sergio, ni me abriré paso hacia el balcón, entre la pereza de Lola y Homero, en las tardes de mayo para pedirle a los de la marimba ambulante que nos toquen Dios nunca muere mientras Manolito y yo nos reímos y comemos galletitas saladas con Sprite.

A pesar de lo que he dicho, soy capaz de superar el estado de excepción y mucho más, disfrutarlo; así que sigo atenta al calendario mirando combinaciones de días festivos y horarios de ADO. Esta vez llevaré en mi bolso de mano algunos libros de poesía de viejos-nuevos conocidos, uno de Marisol Robles, otro de Alejandro Higashi y uno más de Roberto, sólo para poder leer estos fragmentos de camino:

Parque Juárez

Vino a ser un lugar para el mundo
Parque Juárez, con sus esculturas temporales
su humedad, boleros, centro cultural, cafetería
y hoy, mi recuerdo de gentes.
Qué gente tan hermosa aquella.

Don Benito Juárez
presidente de la República, masón, liberal, indígena, ilustrado
Todo eso para mi tan español por simple
eran cosas que no tenían la menor importancia
Después una frase al caer la tarde
Vámonos amor que no me gusta estar a estas horas en la calle

En el parque otros viven sin mí
aman, deshacen, sueñan,
su presente está servido en silencio
como una ráfaga de aire frío que los conmueve
Vámonos amor que no me gusta estar a estas horas en la calle

Roberto Gutiérrez Currás



Xalapa
IV

Aquí la gente es tan etérea que no
conoce precisiones;
nos vemos a las 4:00 significa
vernos siempre con los ojos
de las 4:00, sentarse luego a conversar de todas
esas cosas que con habitual
demora suelen siempre estar presentes a las 4:00.

Nos vemos a las 4:00 son
palabras que se dicen
a una nube, a un gesto conocido
o a la pura claridad de acerca con
su luz una pregunta,
sin que límite o azar se crucen al decirlas.

Nos vemos a las 4:00 con extraño
súbito sugiere saberlo todo y decirlo
siempre todo con una frase sola, que nadie encuentra
y que está siempre dormida en el camastro de una charla,
amigable o pálida, como un clavel
en el ojal de aquella ropa que el improviso nos entrega.

Alejandro Higashi



A Xalapa

ENTRES SOLES GRISES
voy adhiriendo mis pasos
a esta gastada ciudad
La lluvia alacia los recuerdos
Cuesta mantener el olor a casa
Hay un llanto de niña
sentado en mi espalda
No hay flores que alumbren
en ese desandar
de niebla.

Marisol Robles

jueves, 26 de marzo de 2009

38/41



Las mujeres con pies grandes tienen más mundo en las plantas y suficiente aire bajo los arcos. Son más sonoros sus pasos, más tectónicos; tienen más balance, quiebre de palmera, cintura flexible. Las mujeres con pies grandes están de lleno en las habitaciones, no andan nunca de puntillas: tienen metatarsos como dedos de las manos con los que se posan sobre el mundo.

No saben cocinar bien pero les salen muy buenas las sopas, los ritos de amor, las carreras. Cantan unas bien, otras mal, pero siguen bien el ritmo con los pies. Se deslizan mejor por los toboganes, ríen más a carcajada, les brilla más el pelo, les refulgen los ojos porque hacen tierra como los pararrayos en los campos. Tiene un imán de besos en el descanso de la nuca sólo por tener más mundo en las plantas y suficiente aire bajo los arcos.

sábado, 24 de enero de 2009

Danzón dedicado...


Esta tarde de sábado el clima no estaba para paseos, y a mí se me ocurrió hacerme un arroz con leche porque amenazaba lluvia, y cuando era niña mi papá siempre preparaba uno (como nunca he probado) los días en que era seguro que llovería.
El techo de nuestra casa de Mina entonces tenía láminas de zinc, de un tipo muy grueso y antiguo que cuando llovía convertía nuestra casa en un instrumento de percusión gigante. Mi papá no quiso nunca "echar techo de material" como se decía entonces, ni cuando la situación económica era cómoda y holgada; no quiso porque le gustaba el sonido de la lluvia, dijo, y yo creo que en realidad era porque le gustan las marimbas y eso era nuestra casa, una marimba.
No sé qué tenga que ver el arroz con leche, la lluvia y las marimbas, pero esta tarde amenazaba lluvia, me preparé mi arroz con leche y me fui un ratote al balcón a tomármelo despacio mientras veía de lejos el horizonte mediterráneo con su gris de mar y su gris de cielo.
Algunos días cuando me pongo en este plan de añoranza necia no hay poder que me saque de ahi, así que encendí la compu y puse una estación de radio de Veracruz donde contaban el último parte de la agenda del gobernador del estado y en eso "se arranca" una marimba: el danzón Nereidas. Me reí y, ya resignada a aguantar vara, tomé un suspiro y la primera cucharada. Al final no llovió en Marbella, pero se me llenaron los ojos de agüita pensando en los días en que las láminas de zinc tocaban uns especie de música concreta cuyo código y lectura era mío y de nadie más.

Foto: Enrique Castro

martes, 23 de diciembre de 2008

El sobre rojo


Hace dos días casi sufro un ataque de ansiedad porque mi celular se apagó, y por alguna razón al encenderlo de nuevo me pedía el famoso PIN de reinicio; cuando algo así te ocurre, imágenes de tu vida se suceden a la velocidad de la luz en tu memoria y casi frente a tus ojos, algo así como cuando te llega el fatídico momento final. En este caso, las imágenes que se sucedieron en mi mente fueron más o menos de esta naturaleza: yo guardando la tarjeta del pin a buen resguardo en el bolsillo interior de mi cartera, yo guardándolo en el cajón derecho de mi escritorio, no, en el izquierdo; ahora dentro de un libro, ¿pero qué libro era?; ya sé, seguramente lo metí en una bolsita de papel que me dieron en una chocolatería, la conservé porque el diseño me pareció bonito y… No, no, ahora que lo pienso bien estoy casi segura que está en un bolsillo de mi abrigo, uno que no uso nunca; pero, ¿no lo habré metido entonces en la bolsita de papel y luego en el abrigo?...
Así que me levanto, voy a buscar la pinche bolsita de papel con el pin dentro, me abro paso entre la ropa de invierno y al final de los finales está ese abrigo que no me pongo nunca porque me cae mal, busco entre sus bolsillo y efectivamente, ahí está la bolsita de papel con el diseño ese tan bonito, miro dentro y está vacío, completamente vacío.
Entonces, ¿al final sí lo guardé o no lo guardé?, me lleva…, me lleva…x, ¿¡dónde fregados puede estar el $%&/=? el PIN de los… ?! Estoy que me lleva Pifas, pero respiro hondo, profundo, hondo. Trato de concentrarme y las imágenes ahora sí que son un verdadero desgarriate: yo guardando el PIN, yo tirándolo a la basura, enviándolo por paquetería en un sobre equivocado a mi jefe en Madrid, cocinándolo por error dentro de un pastel; veo a Roberto pegando la tarjeta del PIN en un cuadro justo por el lado de los numeritos, veo al PIN con un par de pequeñísimas alas doradas en el borde del balcón, justo en el momento en el que me avalanzo sobre él emprende el vuelo y se aleja sobre la línea del mar hasta que no veo más que un puntito rojo y oro, perdido para siempre.
Ante tal incertidumbre tomo una decisión: no pararé hasta dar con el dichoso PIN, así tenga que poner la casa boca arriba, quitar los cojines de sus fundas o descongelar el refri. Y en eso estoy, revisando todos los bolsillos de toda mi ropa, cajón por cajón, las páginas de cada libro en el estudio, y de pronto, de un libro, que no tendría ni porqué mirar dentro, cae un sobre rojo precioso sobre el piso, y no tengo ni qué mirar dentro para reconocer el sello inconfundible de su gusto: ese sobre contiene sin duda una carta de Claudia, atrás se queda el asunto tonto del famoso PIN, el reproche (muy justo) del cartero a quien encomendaron la entrega y lo olvidó (o sea, mi papá), y todo el berrinche que tenía antes de encontrarme con una letra que reconozco perfectamente, la hoja amarilla a rayas de una libreta familiar, y las palabras cariñosas de mi querida querida Claudia y su forma particular de dibujar las aes en posición final, lo respingonas de sus des, lo simpático de sus oes, sus comitas veloces. Me ha hecho tan feliz encontrar la cartita de Clau, se me iluminó el rostro, me emocioné y fui feliz.


Martha

Pd. Por cierto, el famoso pin apareció fácilmente, ya ni me acuerdo dónde, pero la verdad eso es lo que tiene menos importancia.

sábado, 20 de diciembre de 2008

Árbol de Navidad


Ahora que el 2009 ya llegó y la vida comienza poco a poco a normalizarse, vamos superando la novedad del año nuevo y debo pensar cuándo quitaré mi arbolito de Navidad, dónde meteré tanto adornito, tantas lucecitas; mientras cabilo sobre esos asuntos pienso que de todos los árboles de Navidad que seguramente han desfilado ante mis ojos, uno se grabó para siempre en mi memoria.
En realidad, el asunto del arbolito nunca fue lo mío, pero este fin de año era especial porque mi padre nos visitaba, porque era mi primer año en una ciudad lejísimos "de casa", en fin, por una vida nueva en sí, así que puse un árbol comprado en los chinos, con luces compradas en los chinos, adornitos comprados en los chinos, es verdad; pero fue vestido en una fiesta entre amigos, con mucha risa y cariño sincero.
Pero decía antes, mientras cabilaba sobre el sitio que ahora ocupará un arbolito de Navidad dormido durante 11 meses recordaba uno en particular, hace muuuchos años, cuando yo tendría unos 6 o 7 años, quizás menos. Era en Juchitán, una Navidad como muchas, sin novedad aparente, pero distinta para mí sólo por el detalle del árbol.
Durante un par de meses confeccioné una gran cantidad de adornos navideños hechos con papel terciopelo rojo y blanco, algodón y listón dorado: un ejército de Santa Claus, unos más gordos que otros, unos más sonrientes, otros más bien medio bizcos, con barbas largas, cortas, medianas; de todo.
Por su parte, mis primos de Juchitán y otros más que estaban en el DF hicieron lo mismo, así que al final teníamos una cantidad insultante de pequeños y disímiles adornos navideños, pero no teníamos árbol. En Juchitán la Navidad está bastante alejada de la Navidad de las postales con su paisaje eternamente nevado pero a buen abrigo de una chimenea o la luz mortecina de una cabaña de madera en el medio de un bosque mágico.
No, nuestras navidades eran más bien frescas, incluso cálidas algunos años en los que ignorábamos todavía lo del cambio climático y ya teníamos advertencias; teníamos comidas exóticas, rituales llenos de superstición, árboles en el patio trasero que simulaban ogros gigantes y nos mataban de miedo; teníamos carretas en las calles sin pavimentar, cementerios de colores, piñatas gigantes llenas de dulces, bicicletas, incluso días de playa y ojos de agua.
En aquella ocasión, no sé por iniciativa de quién, ni cómo ni dónde pero fuimos a buscar un árbol que sostuviera nuestros cientos de adornitos caseros, y dimos con un árbol tropical completamente seco, arrancado de cuajo de la tierra, perdido en algún paraje; lo trajimos a casa de mi tía Lupe, la anfitriona, y lo pintamos todo de blanco, todas y cada una de sus ramitas pintadas de un blanco total.
Era perfecto; tampoco sé cómo ni quién lo hizo, pero de pronto lo habíamos plantado en medio de la sala. Lo llenamos de luces, de guirnalditas de papel plateado y esferitas que habían sobrevivido ya muchas Navidades; a decir verdad, creo que aquello era una especie de Oda al reciclaje y yo tuve mi momento de gloria y felicidad cuando colgaba uno a uno todos mis Santas provista de una bolsa de clipes desdoblados. Mis primos hicieron lo mismo durante un buen rato hasta que nos agarró la noche y al encender las luces eso era lo más bonito que yo hubiera visto nunca, el non plus ultra de mis navidades. Entonces yo pensé que ahora sí era Navidad por fin en Juchitán, como en las películas y en las postales, que teníamos el blanco mejor elegido y que seguramente ni una sola casa de la ciudad podría competir con nosotros en eso, que la sala de la casa de mi tía Lupe era el ombligo del mundo, el primer sitio al que Santa iría en su trineo y que sin duda se llevaría uno de mis Santas de papel de recuerdo al polo norte.
Qué pena que no tenga una foto, y si la tuviera, quizás me daría cuenta que no es como yo creía, que el recuerdo y la infancia me traicionan, pero eso no importa, lo que sí he decidido en estos primeros días de enero es estrenar mis planes del año, tengo uno muy particular: cuando sea otoño me daré a la tarea de buscar en algún sitio un árbol seco que haya extinguido su vida y que esté dispuesto a despedirse vestido de blanco.

Foto: Federico Hamilton

domingo, 16 de noviembre de 2008

El gesto oriental


Para Francisco Machuca, a propósito del silencio

Jibeuro alude al amor filial, pensado cotidianamente como de supuesta facilidad, pero no, es complejísima; los dos personajes sobre los cuales se centra la atención del filme mantienen en todo momento un diálogo o un no-diálogo que en sí misma significa, es decir, el silencio no es una nada absoluta, significa y mucho, existe una conversación de gestos, una comunicación que no necesita las palabras. La elocuencia está en otra parte, en la proxemia por ejemplo. Yo creo que uno se siente muy agradecido como espectador y como lector por disfrutar obras como éstas que parecería que no dicen nada nuevo, tan sobrias en recursos pero que no pierden nada, en absoluto, por su sobriedad, sino que ganan fuerza, ganan voz, y que finalmente logran reinventar al amor cuando creemos que ya hemos visto todas sus caras.
Cuando pienso qué tienen en común el cine y la literatura oriental, novelas como La casa de las bellas durmientes, de Kawabata, o como Seda (que aun siendo de una autor italiano, Alessandro Baricco posee el cariz de la literatura oriental), asumo que, por principio, tienen en común la belleza, pero sobre todo el predominio del gesto; historias que en sí mismas son perfectas metáforas del signo; no sé si me aventuro demasiado al afirmar que es una constante del tema oriental. Seda por ejemplo, indaga en lo meramente visual y pone atención a los sentidos. Baricco tomó una anécdota como el pretexto para esta historia: un amigo le contó que un antepasado suyo tenía un negocio particular, viajaba de Italia a Japón una vez por año para comprar gusanos de seda. Por ahí leí alguna vez que Baricco sufrió su escritura porque se había impuesto un reto tremendo: no perderse en descripciones, pensamientos y escenografías, sino ir directamente a la acción, a los meros gestos, cosa que lo hace muy cinematográfico. Y tanto que ya existe una versión en cine, aunque no estoy segura de querer verla, pido que alguien tome la delantera y me diga.
Pero volviendo a la novela, Baricco lo logró, de verdad dotó a este texto de semiótica pura, que puede parecer pedante decirlo, pero sí cumple con ello, incluso en lo términos más formales. Sí es una historia de amor, y jamás cae en ramplonerías, todo lo que tiene que ver con el amor y nuestro desempeño en torno a él está plagado de marcas semióticas, gestos que todos vamos reconociendo frente a un interlocutor que no habla pero mira, se lleva la mano al cabello, inclina el torso, dilata sus pupilas, humedece los labios, baja los párpados. Por supuesto, Baricco no innovo en esos recursos, y seguramente se nutrió de la tradición literaria oriental.
Ese nivel elementa pero complejísimo de la semiótica está ahí, como está en La casa de las bellas durmientes y como está en Jibeuro, por supuesto conservando cada uno su rasgo. Son historias donde los diálogos verborreicos no existen, donde casi se prescinde de la palabra (hasta donde la literatura y el cine lo permite), para privilegiar a lo musical, a las imágenes, al gesto, ¡siempre el gesto!, son historias contadas a través de las texturas, de “paisajes de rostros”, como se le ha llamado, de aromas intuidos, y de toda clase de recursos sensoriales, pero sobre todas las cosas, aludiendo a todos aquellos signos que somos capaces de leer en común, más allá de las lenguas disímiles, las fronteras culturales y las preferencias estéticas. Tenemos mucho cine que da cuenta de lo que digo, y siguiendo con el asunto oriental (aunque Occidente también tiene grandes aciertos sobre el tema, para muestra todo el cine clásico mudo), pienso ahora en el cine de Wong Kar Wai y su película In the mood for love, una maravilla, y así podríamos seguirnos horas enteras…



Pueden encontrarla bajo los siguiente títulos dependiendo del país donde se encuentren: Jibeuro The way home (México), Camino a casa Sang Woo y su abuela (España)
 Dirección y guión: Lee Jung-Hyang. País: Corea del Sur. Año: 2002. Duración: 87 min. Interpretación: Yoo Seung-Ho (Sang Woo), Kim Ul-Boon (La Abuela), Dong Hyo- Hee (La Madre), Min Kyung-Hoon (Cheol-E), Yim Eun-Kyung (Hae-Yeon). Producción: Whang Woo-Hyun y Wang Jae-Woo. Música: Kim Hae-Hong y Kim Yang-Hee. Fotografía: Yoon Hong-Shik. Montaje: Kim Sang-Beom y Kim Jae-Beom. Dirección artística: Shin Jeom-Hee. 

sábado, 8 de noviembre de 2008

La habitación de la memoria


Hoy encontré esto, fechado el 17 de abril del 2007, no hace tanto, y hace mucho. Julián ya no es un bebé sino un niño, yo casi cumplo un año viviendo en otro continente, mi padre ya no vive en Progreso sino en Xalapa, y la vida siguió... Estoy en otra ciudad, y me agradezco mucho el detalle de dejarme estas pistas para la memoria, gracias a eso he podido visitar de nuevo una de mis habitaciones favoritas.

Abril de 2007, Calle Moctezuma casi esquina Xalapeños Ilustres, Xalapa, Veracruz.

I

Por principio, paso esta noche en casa de Claudia La Rata, Electra, Lisistratita, uno de mis amores más tremendos de la vida. Es bonito decir algo así sin más preámbulo y sin cuidado de que se malinterprete. Estoy en su estudio, un lugar que me es tan familiar y tan placentero que tiene el poder de soltar mi imaginación. Antes de que el bebé de Claudia, Julián, siquiera anunciara que llegaría al mundo, y antes de que Roberto “naciera” en mi realidad, pasé muchas noches en este estudio, que yo llamé mi cuartito; en realidad mi cuartito cumple varias funciones aparte de ser mi refugio, un lugar que me abraza. Es la biblioteca de Roberto (Benítez) y Claudia, supongo que con los años será el cuarto de Julián, ahora es vestidor de Claudia, cuarto con mesa de trabajo, planchador y archivo.
Lo que sea hoy mismo no importa; me gusta el color, sin más es verde, todo es verde, incluso los colores que hay aquí que no son verdes son verdes también. La alfombra, el sofá, las paredes, la puerta, los lomos de los libros y una cajonera sobre la que descansa un reproductor de discos compactos que nunca sé cómo funciona, todo es verde.
Me gusta todo, como digo, incluso la cortina a rayas blancas y amarillas sobre la ventana. Cada vez que entro aquí es como si viajara hacia un sitio lejano en el tiempo, no en la distancia, como ir a mi cuarto cuanto tenía diez años o estar sobre el sofá junto al teléfono de mi casa en Mina, en la secundaria.
Hay otros sitios que me hacen feliz como esta habitación, por ejemplo una esquinita del cuarto de Roberto en Marbella, entre la cama y la pared que da al corredor del edificio, ese espacio breve, no sé porqué; nuestro viejo departamento en la calle Sonora, uno de los lugares más felices de mi vida, sin duda; el patio de Juchitán, cuando la casita negra del fondo existía e íbamos a asomarnos los niños más atrevisdos, seguros de que allá espantaban, muertos de miedo, íbamos a molestar a nuestros propios fantasmas.

II

Aquí, en mi cuartito de la casa de Claudia me sucede algo que sucedía antes en la calle Sonora: imagino cosas, recuerdo aromas y reconozco rostros que había olvidado. No sé por qué sucede, pero esta vez decidí no ponerle freno y tomar con calma ese dictado. Ahora, por ejemplo, recordé un cuento que escribí hace mucho, un inicio de cuento porque tengo una especie de maldición que me impide terminar un texto, me atoro, ya no sé qué más decir, enmudezco y se me pone la mente en blanco o se me llena de ruido de todas las cosas y me bloqueo.
Ese cuento, “Matías”, comenzaba con unos versos que soñé (no sé si los habría escuchado antes o fueron producto del sueño) decía algo así:

Matías, alquimista y envenenador
a la siete de la noche se convierte en gavilán
a las seis de la mañana se devora un gorrión
a las nueve se levanta de su casa de algodón
con plumas y huesitos que le pican la garganta
Matías, Matías, cuando mueras algún día,
¿quién querrá tu alma?


Son frases obscuras, como de ronda de niños demoníacos o fantasmales. Luego, junto a ese personaje vino el “recuerdo” de algo que no sucede aún, pensé en el día que por fin venda la casa de Mina, mi casa de infancia, no sé qué pasará dentro de mí ese día; muchas veces siento que tengo la memoria perdida o completamente contaminada de historias, de rasgos falsos de las personas de mi niñez, que estoy confundida sobre el color de ojos de mi abuela o su voz (casi no recuerdo su voz y me duele tanto sentir cómo se diluye ese recuerdo), que no soy capaz de recrear un evento real pero sí contar con detalles momentos que nunca sucedieron.
Cuando venda la casa donde todo aquello sucedió, cuáles serán mis referentes, los necesitaré, la casa de Mina será también una construcción que no sabré distinguir como real o imaginaria al pasar de los años. Una casa, una ciudad, lo que guarda. Y aún así nada deseo más que soltar amarras, quemar esa nave y mirar hacia el sentido opuesto de aquella vida.
Casi al mismo tiempo vino a mi mente otro cuento que, para no variar, comencé con entusiasmo y olvidé por completo hace años “La playa”, lo retomé más tarde y escribí un par de páginas y se llamó entonces “Marbella”. Pero es un nombre erróneo para ese cuento, no es de ese tipo de playa, es más una playa como Progreso, un puerto que es un pueblo y de no ser por estar junto al mar, no tendría ninguna alegría; no sé cuál será el nombre definitivo, pero habrá otro más sin duda.
En una parte del cuento dice: “Casi oigo romperse la última ola antes de que me venciera el sueño. No había dónde esconderse debajo de aquella luz caliente y te miraba, te escuchaba entre el sopor remover la línea muerta de las olas, pensé antes de caer en el sueño que aquello era como perturbar a los muertos: tú removiendo el último espasmo lacio del mar.” Es un cuento triste, lleno de melancolía, habla de una partida, de la distancia, de cómo conservar intacto un recuerdo que irremediablemente se diluye, de la pérdida de la memoria también. Cuando escribía aquello tampoco sabía que una pausa así vendría después en mi vida, esta que vivo ahora, lejos de Roberto, muchos días como un nudo en la boca del estómago, intento distraerme también tanto como puedo, de la mejor forma, como si yo fuera dos personas y una se empecinara en guardar silencio y la otra en mantener la conversación.

III

Todas esas cosas están ahora en mi imaginación, incluso el ambiente de la novela de Laura Restrepo que leo ahora, incluso escenas de taxis en una película de Jarsmush o pequeños recuadros, fotografías. Bendita sea, es la forma en que construyo la vida, la forma en que puedo poner los eventos en el pasado y en orden más o menos cronológico, de otra forma no sería posible.
Tengo una profunda afición por las imágenes simples, la de los objetos y los espacios comunes, las fotografías de las habitaciones, tan llenas de historia y de memoria. Como decía al principio, en los días más oscuros y llenos de soledad siempre me viene bien pasar una noche aquí, en el estudio de Claudia. Siempre me viene bien, la noche es más breve y se me reconforta el corazón. Desde que Roberto no está, tengo un déficit de contacto físico, muchos de mis amigos, aunque amorosos a su manera, no suelen tocarme, parecen demasiados pudorosos con el abrazo. Julián me ayuda mucho con esa parte, la tibieza de su abrazo me da las endorfinas que hacen que las semanas corran bien.
Todas estas cosas juntas están fraguando en mí un deseo de contar, tengo varios días permitiendo que las imágenes se almacenen. Recién René, Angélica y yo tomamos el autobús a Mérida para pasar Semana Santa con mi papá, un bombardeo de sensaciones, imágenes, rasgos y voces se me hizo presente. Eso pasa siempre que viajo, las cosas que vienen a mi mente, transformadas, las escenas que mira por la ventana de un autobús, cosas que no se miran nunca a ras de calle, se van aglutinando una junto a otra, en desorden.
También he evocado mucho la imagen de mi abuela Cecilia, incluso en estos días hablé un poco sobre ella, me cuesta tanto decir cabalmente quién era ella en mi imaginario, qué clase de crueldad más inocente ejercía sobre su descendencia o con qué ternura recuerdo su cuerpo gigantesco, su cariño hacia mi, tan genuino, tan secreto y tan mío. Me cuesta mucho decir con palabras nada sobre ella, era como una fuerza de la naturaleza, como viento con arena, como Juchitán, era también como una música triste y delicada, o un aroma dulzón como de gardenias. Cuanta tristeza tenía mi abuela y cuánta lujuria en sus historias de amante joven que me contaba sin ningún pudor cuando yo era apenas una niña.
Con todo esto también quiero decir que existe algo que quiero contar, y no sé qué es ni sobre quién en particular, pero llego aquí y estas dos personas (que dije antes soy yo misma) no paran de interrumpirse.

viernes, 17 de octubre de 2008

La cuna y la ventana



La última habitación de la casa de mi abuela fue, durante mi niñez, una especie de obsesión, estaba construida de adobe, tenía una ventana de madera y barrotes rojos, y era también el cuarto de uno de mis primos, yo me asomaba a la obscuridad de un muchacho de pelo lacio y ojos de basilisco, ojos duros como puñetazos debajo de un antifaz.

Me sorprendía siempre trepada en aquella ventana solo para verle, para aprenderme rutinas de tarde de un adolescente que no era nadie, pero a mis ocho era mi máximo ídolo juvenil, y sobre todo, mío. Supe todas sus canciones de tanto pegarme a su puerta cuando él ponía su grabadora a todo volumen; sus cuitas, sus peores rencores de escucharle gritarse con una abuela que era una madre amorosísima a ratos y en otros una carcelera implacable; supe sus largas extremidades sujetas a una flexibilidad amorosa entre los barrotitos blancos de una cuna que no me animaba a dejar y lo arrastraba a él conmigo, dentro de ella, y le exigía canciones de cuna que me supo cantar, tuve a cambio de “señora Santana” delirio amoroso de adolescente, canciones prendadas de dolor y placer. Supe atorada aquellas mañanas de la protección; de magia, mejor que leyendo cuentos de hadas.

Él salía temprano y yo volvía en las tardes de la primaria a meterme en su cuarto que era fría como una cueva; me imaginaba dentro de un barco, mi escondite era la cámara del tesoro de mi emperador. Me calzaba sus tenis enormes y sus playeras limpias dispuesta a los gritos cuando me hallara hurgando entre sus cosas y me sacara a puntapiés de ahí, me clausurara la ventana roja y me mandara a dormirme sola de castigo por profanar esa especie de bote salvavidas que era su cama. Mi muchacho se hizo hombre, se hizo más fuerte su piel y sus manos, más lejano su abrazo; hasta que un día se fue. Tuve una ira, tuve la pena, la loca tortura de su partida. Mi corazón pequeñito vagaba en los rincones de su cuarto, desenfundaba sus discos, usaba sus zapatos, abandoné con apremio la cuna blanca porque ya no pude forzar mis huesos a su ausencia. La ventana roja se volvió otra cosa: boca que grita, se marchitó con el tiempo, perdió todo sentido aquello de treparme a sus barrotes.


Hace años que no lo veo, hoy José Luis, mi joven muchacho, conserva su mirada más turbia que brillante, es más obscuro su antifaz, es más profundo su aire de gánster y cada vez que por fortuna vuelvo a su abrazo me le aferro con el mismo amor de entonces y tomo apretada su mano para cruzar las calles y tengo otra vez pocos años y el cabello largo y la flaqueza y expuestas las costillas y él tiene el paso apresurado y doy saltos para llevar su ritmo y le miro las arrugas ligeras que el bronceado le marca y los ojos sumidos y es el ángel de la guarda que aguantaba la espalda rígida hasta que mi respiración le avisaba que me había dormido y salía como podía, de puntillas siempre, de mis pequeñas manos aferradas a sus manos, de mi prisión blanca y me dejaba dentro de los sueños donde casi siempre él era el superhéroe, un príncipe de tierras lejanas, el bueno de la película, el más fuerte y el más alto.
Xalapa, Ver., 11 de marzo de 2001


Ilustración: Ventana roja de Luis Gómez MacPherson
www.luisgomezmacpherson.com

domingo, 12 de octubre de 2008

Había una vía




A Claudia Electra Domínguez

En una ciudad llamada Mina, érase una vía del tren, érase un ferrocarril pasando con su estruendo. Uno frente a otro, dos padres tomaban las manos pequeñas de sus hijas mientras soportaban que terminara el desfile de hierro. Frente a los ojos de los padres se suceden distintas y una misma superficie oxidada. Frente a los ojos de las hijas una película continua de todas las panzas de los vagones del tren, y detrás, como un espejo, piernas largas y un par de zapatos de hombre junto a unos zapatitos blancos y tobilleras azules calzando las piernas nerviosas de otra niña. Ellas quisieron asomarse bajo las panzas para mirarse los rostros, agitaban los pies, miraban con asombro que respondía la otra en la misma forma. Se retuercen de las manos de sus padres, quisieran liberarse, saludarse, reconocerse. El tren hace un desfile que no tiene fin, desesperan los padres. Uno de ellos pierde la paciencia, camina en sentido contrario al tren, le irrita perder el tiempo. El otro toma su sentido, detesta esperar.

Los padres no se adivinaron siquiera, las niñas no se miraron los rostros. Caminan remolcadas por sus ellos, giran la cabeza, estiran sus cuellitos, tienen la esperanza de verse en una de esas. El tren sigue pasando con su estruendo, su procesión eterna. Se han dado la espalda por fin, pero si caminan ambas por el mundo entero manteniendo el sentido que llevan, algún día darán una frente a la otra. Cuando se encuentren habrán de preguntarse: ­ ¿Cómo te fue?

viernes, 10 de octubre de 2008

Papel tapiz

Para Lorena Ruiz, so far away, so close.

Miente quien diga que no guarda en la memoria un cariño por alguna habitación de la infancia. Quizás la habitación de la abuela, el de nuestros padres o la sala de algún tío, incluso el consultorio del pediatra o el comedor de una vecina. Y si ya estamos de nuevo en aquella habitación, díganme, ¿de casualidad no tiene papel tapiz en las paredes? Puede que sí. Hace unos días Lorena me contaba que su casa estaba en plena reforma: cambiaban el papel tapiz de las habitaciones. Lorena vive en Suecia, y hasta ese día supe que es la norma, que ahí lo que se lleva desde siempre ha sido el papel tapiz. «Ni los suecos saben por qué» (Lorena dixit). Así que aquella charla me devolvió al papel tapiz de mi casa en Mina cuando yo era niña (y por supuesto, era el inicio de lo ochenta).

Sé lo disparatado que puede sonar lo que diré: una casa en Mina en medio del calor tropical, con índice de humedad del 89% la mayoría del año, a unos pasos de una refinería petrolera (con todas su implicaciones), y en una calle que no vi pavimentada hasta inicados los noventa. Ahí vivía yo con mis padres, el sala, el comedor y una de las habitaciones tuvo durante años un papel tapiz entre verde/beige con cierto diseño victoriano/rococó que hacía un equilibrio forzoso con el mobiliario de recién casados de mis padres, al más puro diseño setentero, tenía un piso de cemento rosa sobre el que yo dormía la siesta sin mediar mantitas de por medio; teníamos también una radio consola con muchos botones dorados y fue durante muchos años la joya de la corona.

Recuerdo una ocasión en la que renovamos parte del tapizado y fue divertidísimo el primer día, sobre todo descubrir cómo se elaboraba ese cola transparente para pegar el papel, mi papá y yo fuimos a una tienda por los materiales, pasamos horas para decidirnos por un decorado que no fuera un disparate con el anterior, cuando llegamos a casa vimos que un disparate no era, en el sentido estricto de la palabra, pero… bueno, en fin.


Al final todo quedó perfecto, me divertí mucho, con las sobras de la cola transparente hicimos papel maché, empapelé un cajón de madera, las paredes de la casa de la Barbie, y la fachada de la casa de mi perro, pero no le hizo gracia. Con los años a nosotros también dejó de hacernos gracia y lo quitamos (ni pregunten), la moda se llevó aquello, y trajo las paredes con tirol, el esgrafiado, estilo liso, líneas, con cenefas, sin cenefas, deslavado y qué se yo. Aquel papel tapiz, el de la segunda empapelada (quizás antes hubo otro tipo pero yo, o no había nacido o no me da la memoria para tanto); decía, ese papel tapiz y yo nos volvimos a encontrar de nuevo muchos años después, cuando estaba en la universidad. En una ocasión en casa de Rebeca Martínez, quizás la primera vez que estuve ahí, vimos películas, oímos música en su habitación y cuando pregunté por el cuarto de baño me topé con él de golpe. La puerta del cuarto de sus padres estaba abierta y ahí estaba mi querido y olvidado papel tapiz, le pedí permiso a Rebeca para entrar un momento y de verdad mientiría si les dijera que algo no se me encogió por dentro. Me dio un vuelco en el estómago y ahora mismo que lo cuento siento cierta nostalgia de aquella vida tan disparatada, tan calurosa, con todas esas texturas incombinables, del olor del pegamento, el dibujo del diseño, y todavía más: me acuerdo de la ropa que traía puesta mi padre el día que pusimos el tapiz, de mi perro, de todo.

Quizás no venga a cuento enumerar los objetos a detalle, pero lo que quiero decir es que ese día en casa de Rebeca me acerqué al tapiz y puse encima la mano, me acerqué más para observar de cerca un recuerdo que de otra forma no habría podido contemplar. Y era como si desde esos pocos centímetros de la pared el mundo completo apareciera, del tapiz pasé a los muebles, el techo de zinc, las vigas negras, el suelo rosa, los objetos, la casa, los árboles, el camino hacia la escuela, mi banca, los útiles escolares, hasta que me fue posible mirar mis propias manos pequeñas manipulando una casa en miniatura donde tampoco combinaba el tocador de la barbie casada con un oso de peluche.

lunes, 6 de octubre de 2008

A propósito de espíritus...

Escribí esto hace mucho tiempo, mucho, casi no puedo creer que han pasado ocho años, y sinceramente no ha cambiado nada. Escribí esto una noche en una libreta de tapa dura, sentada a la mesa durante una cena con mi familia materna, estábamos todos en el patio trasero de la casa de mi abuela Cecilia en Juchitán. Seguro éramos más de treinta, era de noche, más de las doce; y era mayo. Nada ha cambiado, hace muchos mayos que yo no estoy, pero me apuesto lo que sea a que nada ha cambiado, salvo que me pierdo un poco de todo esto. Y no puedo escribir la conclusión de lo que comenzaba aquí:



"Por alguna razón, los que estamos acá, en la ciudad del polvo, permanecemos en una especie de santidad pagana donde llamamos a los santos que nos protegen para espantar a los malos espíritus; estamos todos acechados por quién sabe qué sombras y auras luminosas que luchan entre ellos por hacernos suyos, y se traen tal jaleo que nos arrollan y tropezamos en el escalón del patio, entre la desesperada mano extendida del ángel y los ojillos del demonio que desea con toda su saña que rodemos sobre los tabiques, que nos raspemos la panza.

Para entenderlo bien hacemos una suerte de asamblea de hermanos donde hablamos de su naturaleza, y en un par de vueltas ya no son dos fuerzas atacándonos sino muchas a la vez, de orígenes tan dispares que ya ni sabemos qué está mal, qué está bien; y vamos poniéndolos uno a uno sobre la mesa larga del patio hasta que ya no caben más y saltan sobre la tierra, se esconden debajo y entonces todos vamos recogiendo las piernas porque “como que sentí algo” y se nos encoge también el alma.


Algún traidor de su mismo miedo confiesa el escalofrío y ahí vamos en tropel a proclamarnos todos el blanco de los duendes y demonios que hemos ido invocando, ya corre uno para un lado, ya corre uno para el otro; se mueven las ramas del fondo de la noche, otro rompe un vaso de la vitrina en su carrera, en su celebración de volver a la tierra, y demonios tal como son nos miran con amor, espiándonos, con verdadera gana de manifestarse, de mostrarle a nuestro espanto su mueca de risa agradecida y luego salir disparados a espantar a los vecinos de junto porque a últimas a nosotros nos deben la resurrección y el sacrilegio bendito de haberles llamado".

Juchitán, Oaxaca, 24 de mayo de 2000.

domingo, 28 de septiembre de 2008

Dos veces yo

Tener dos nombres significa ser dos personas, al menos eso dicen. No es tan terrible si ambas poseen personalidades afines, pero puede desatarse un infierno interior si son totalmente disímiles y aun antagónicas. Algunos tienen la suerte de crear con ambos uno solo y así concilian en un solo cuerpo dos personalidades, casi todas las marías y todos los josés tienen esa suerte, quizás porque a José y María se les concedió pasar por humanos comunes y después, tras el nacimiento de Jesús, fueron otros. María Fernanda, José Ramón, María del Carmen, María del Lourdes, así, se convierten en Marifer, Joserra, Maricarmen, Marilú, etc.

Yo en cambio, formo parte de los que viven escindidos con una identidad doble. Alguna vez tuve la fortuna de ser una misma, hasta que tuve siete años; después todo cambió.


Si alguien me preguntaba entonces “¿cómo te llamas?” yo decía: Martha Aurita, que en nada fue simplemente Marthaurita. Pensaba que mi nombre era estupendo, muy largo, como el de una medicina, y redondo en su sonido, pero también cuando lo veía escrito pensaba que tenía forma de cubos o de vasos apilados, formados como tren. Además era un nombre lógico, pensaba. Si mi mamá se llamaba Aura era normal que me llamara como mi mamá y papá, pero en pequeño, por supuesto que mi papá no se llama Martho, pero él solía decir que ese nombre le gustaba desde siempre y la casualidad dio que a mi mamá también, en fin, que Marthaurita era una suma correcta.

El primer día de clases en la primaria la maestra se presentó, dijo su nombre, nos sonrió y se dispuso a pasar lista comenzando con los apellidos. Ningún niño la dejaba jamás terminar, apenas oímos nuestros dos apellidos levantábamos la mano y la maestra pasaba al siguiente, el siguiente hacía lo mismo, y así hasta el final.

Cuando escuché “Ordaz” levanté la mano y no esperé el segundo apellido. Al final de la clase la maestra entregó a cada uno un formato donde escribió nuestros nombres para que lo lleváramos a casa y nuestros padres pusieran ahí algunos datos. Lo tomé y vi escrito en aquel papel Martha Aura, me regresé al escritorio de la maestra y le dije: “mi nombre está mal”, ella lo tomó, cotejó con su lista y me dijo: “no, está bien, así está en la lista. Y tú niña, ¿ya sabes leer?”. Creo que no contesté su pregunta, sólo le dije: “no, revise otra vez maestra, mi nombre está mal”, yo también quise preguntarle si ella sabía leer… pero algún instinto me hizo quedarme callada. Ella me miró y creo que pronto le hice perder la paciencia, sólo me dijo: “lleva esto a tus papás, niña, y que lo devuelvan con los datos que les pido”.

Tomé el formato muy contrariada y bastante molesta. Cuando llegué a mi casa lo primero que hice fue sacar el formato de la mochilita. Aquello era algo muy grave. Cuando mi papá llegó a la hora de comer yo lo esperaba sentada en el comedor y el papelito desdoblado sobre la mesa. Apenas entró me miró y supo que algo terrible estaba a punto de pasar, así que sin más se sentó junto a mí y me dijo: “dime, ¿qué pasa?, ¿no te gustó la escuela?”. Yo dije que sí, que todo bien pero que había algo malo con mi maestra, que me había dado aquel papel con mi nombre mal escrito, yo le había pedido que lo revisara pero ella me dijo que no, que estaba todo bien, que así era mi nombre y punto.

Le iba contando cada detalle a mi papá y él se iba poco a poco echando el cuerpo sobre el respaldo de la silla, mirándome con mucha atención y rozaba su barba con el dorso de su mano. Hasta que tomó aire y me dijo directamente, temiendo mi respuesta: “¿y qué está mal, hija?” Yo no pude más y ahí dije “¡Cómo que qué está mal! ¡Mi nombre! ¡Mira, aquí dice: Martha Aura!, yo no me llamo así, me llamo Marthaurita!”.

Mi papá dice que aquello casi lo hace romper la carcajada pero no pudo porque se dio cuenta de lo dramático que todo eso era para mí, así que me tomó una manita y develó ante mí un secreto insoportable: que aquel era mi nombre, que sí, que me llamo Martha Aura y no Marthaurita como había creído todo ese tiempo. Para probármelo trajo mi acta de nacimiento y aquella fue la primera vez que lo veía y entendía qué era un acta de nacimiento. Leí atentamente el papel, casi no entendí nada de lo que decía, salvo los nombres de mis papás y el mío, claro, ahí estaba escrito, en negritas y con mayúsculas: Martha Aura. No hace falta decir que se me vino el alma al suelo. Yo ya no era una, sino dos. Dejé el acta de nacimiento en la mesa y me fui a mi cuarto, a pensar.

Yo no quería ser dos, o no podía o era demasiado para una niña ser dos personas al mismo tiempo. Así que después de mucho pensarlo, salí de mi cuarto y toqué en la puerta de mi papá. El leía el periódico, le hizo a un lado y me extendió los brazos, por supuesto fui hacia él y le dije lo que había decidido. Ya que tenía dos nombres había elegido uno solo, así que desde entonces sólo sería Martha y no Aura, Martha Ordaz y ya. Mi papá me abrazó y me dijo: “Te llamarás Martha, pero para algunas cosas tienes que decir tus dos nombres. Además tú y yo sabemos, aunque nadie sepa, que tu nombre verdadero es Marthaurita, ¿de acuerdo?” Yo acepté el trato, llevé al día siguiente el formato para mi maestra y ni siquiera mencioné nada sobre el día anterior, ella seguramente lo olvidó por completo. O quizás todavía se acuerda.

Pocos saben mi segundo nombre. Cuando se enteran parecen un poco sorprendidos. Los que tengan doble nombre sabrán de qué les hablo. Mi papá desde aquel día jamás me ha llamado más que Martha, el resto de mi familia jamás se enteró, pero por la costumbre y mi empeño se acostumbraron a llamarme Martha cuando se dirigen a mí, aunque sé que también me dicen Aurita, porque extrañamente algunos si se menciona el nombre de Aura dudan si se referirán a mi mamá o a mí, así que esa distinción ayuda, supongo. Un grupo muy pequeño, mi coto particular, entre los que están mis amigos más queridos y mi papá siguen diciéndome, en privado, mi nombre verdadero.

viernes, 26 de septiembre de 2008

La ciudad del polvo

Juchitán es uno de los sitios donde se van almacenando todas las cosas que recuerdo y las que adivino y las que invento. De todo lo primitivo de lo tribal que somos (los que algo tenemos de Juchitán) no lo ocultamos, como si se pudiera, además.

Ésta es mi muestra, no de las cosas como pasaron, no como son, sino de las cosas por sí mismas, no de los eventos sino de las risas o de los llantos; ésta es mi muestra de la tribu a la que pertenezco sin haberlo pedido, primero por el azar simple de la concepción y después con los años, por los rituales en los que me hice de ellos y los hice míos a un tiempo. Por esta especie de gran móvil suspendido manteniendo un equilibrio de muchas piezas diversas, de volúmenes y texturas distintas todas, pero unidas a nuestra manera, y también a nuestra manera con distancias insuperables.

Yo soy una, me muevo en una ciudad lejos del resto, con un ritmo que es otro también, pero no tengo forma ni voluntad de deshacerme de ese eje. Las razones para querer a los de la sangre no están en mi adn ni porque representen una fuente inagotable de explotación literaria (o quizás) sino en las voces de cada uno, en la complicidad, en lo mágico y lo terrible, mis razones para amarles a cada uno de maneras distintas esta justamente en lo que trataré de narrar.

Uno a uno, en desorden, todos. Y todo empezó, al menos en mi línea materna, en un ciudad que antes fue villa y antes no sé, lo mismo ha sido un pueblo, que un desierto, pero antes y después ha sido un imperio: Juchitán, Oaxaca, la ciudad del polvo.


Foto: Nuestra Señora de las Iguanas, Graciela Iturbide. Juchitan, Oaxaca. México, 1980