sábado, 20 de diciembre de 2008

Árbol de Navidad


Ahora que el 2009 ya llegó y la vida comienza poco a poco a normalizarse, vamos superando la novedad del año nuevo y debo pensar cuándo quitaré mi arbolito de Navidad, dónde meteré tanto adornito, tantas lucecitas; mientras cabilo sobre esos asuntos pienso que de todos los árboles de Navidad que seguramente han desfilado ante mis ojos, uno se grabó para siempre en mi memoria.
En realidad, el asunto del arbolito nunca fue lo mío, pero este fin de año era especial porque mi padre nos visitaba, porque era mi primer año en una ciudad lejísimos "de casa", en fin, por una vida nueva en sí, así que puse un árbol comprado en los chinos, con luces compradas en los chinos, adornitos comprados en los chinos, es verdad; pero fue vestido en una fiesta entre amigos, con mucha risa y cariño sincero.
Pero decía antes, mientras cabilaba sobre el sitio que ahora ocupará un arbolito de Navidad dormido durante 11 meses recordaba uno en particular, hace muuuchos años, cuando yo tendría unos 6 o 7 años, quizás menos. Era en Juchitán, una Navidad como muchas, sin novedad aparente, pero distinta para mí sólo por el detalle del árbol.
Durante un par de meses confeccioné una gran cantidad de adornos navideños hechos con papel terciopelo rojo y blanco, algodón y listón dorado: un ejército de Santa Claus, unos más gordos que otros, unos más sonrientes, otros más bien medio bizcos, con barbas largas, cortas, medianas; de todo.
Por su parte, mis primos de Juchitán y otros más que estaban en el DF hicieron lo mismo, así que al final teníamos una cantidad insultante de pequeños y disímiles adornos navideños, pero no teníamos árbol. En Juchitán la Navidad está bastante alejada de la Navidad de las postales con su paisaje eternamente nevado pero a buen abrigo de una chimenea o la luz mortecina de una cabaña de madera en el medio de un bosque mágico.
No, nuestras navidades eran más bien frescas, incluso cálidas algunos años en los que ignorábamos todavía lo del cambio climático y ya teníamos advertencias; teníamos comidas exóticas, rituales llenos de superstición, árboles en el patio trasero que simulaban ogros gigantes y nos mataban de miedo; teníamos carretas en las calles sin pavimentar, cementerios de colores, piñatas gigantes llenas de dulces, bicicletas, incluso días de playa y ojos de agua.
En aquella ocasión, no sé por iniciativa de quién, ni cómo ni dónde pero fuimos a buscar un árbol que sostuviera nuestros cientos de adornitos caseros, y dimos con un árbol tropical completamente seco, arrancado de cuajo de la tierra, perdido en algún paraje; lo trajimos a casa de mi tía Lupe, la anfitriona, y lo pintamos todo de blanco, todas y cada una de sus ramitas pintadas de un blanco total.
Era perfecto; tampoco sé cómo ni quién lo hizo, pero de pronto lo habíamos plantado en medio de la sala. Lo llenamos de luces, de guirnalditas de papel plateado y esferitas que habían sobrevivido ya muchas Navidades; a decir verdad, creo que aquello era una especie de Oda al reciclaje y yo tuve mi momento de gloria y felicidad cuando colgaba uno a uno todos mis Santas provista de una bolsa de clipes desdoblados. Mis primos hicieron lo mismo durante un buen rato hasta que nos agarró la noche y al encender las luces eso era lo más bonito que yo hubiera visto nunca, el non plus ultra de mis navidades. Entonces yo pensé que ahora sí era Navidad por fin en Juchitán, como en las películas y en las postales, que teníamos el blanco mejor elegido y que seguramente ni una sola casa de la ciudad podría competir con nosotros en eso, que la sala de la casa de mi tía Lupe era el ombligo del mundo, el primer sitio al que Santa iría en su trineo y que sin duda se llevaría uno de mis Santas de papel de recuerdo al polo norte.
Qué pena que no tenga una foto, y si la tuviera, quizás me daría cuenta que no es como yo creía, que el recuerdo y la infancia me traicionan, pero eso no importa, lo que sí he decidido en estos primeros días de enero es estrenar mis planes del año, tengo uno muy particular: cuando sea otoño me daré a la tarea de buscar en algún sitio un árbol seco que haya extinguido su vida y que esté dispuesto a despedirse vestido de blanco.

Foto: Federico Hamilton