martes, 23 de diciembre de 2008

El sobre rojo


Hace dos días casi sufro un ataque de ansiedad porque mi celular se apagó, y por alguna razón al encenderlo de nuevo me pedía el famoso PIN de reinicio; cuando algo así te ocurre, imágenes de tu vida se suceden a la velocidad de la luz en tu memoria y casi frente a tus ojos, algo así como cuando te llega el fatídico momento final. En este caso, las imágenes que se sucedieron en mi mente fueron más o menos de esta naturaleza: yo guardando la tarjeta del pin a buen resguardo en el bolsillo interior de mi cartera, yo guardándolo en el cajón derecho de mi escritorio, no, en el izquierdo; ahora dentro de un libro, ¿pero qué libro era?; ya sé, seguramente lo metí en una bolsita de papel que me dieron en una chocolatería, la conservé porque el diseño me pareció bonito y… No, no, ahora que lo pienso bien estoy casi segura que está en un bolsillo de mi abrigo, uno que no uso nunca; pero, ¿no lo habré metido entonces en la bolsita de papel y luego en el abrigo?...
Así que me levanto, voy a buscar la pinche bolsita de papel con el pin dentro, me abro paso entre la ropa de invierno y al final de los finales está ese abrigo que no me pongo nunca porque me cae mal, busco entre sus bolsillo y efectivamente, ahí está la bolsita de papel con el diseño ese tan bonito, miro dentro y está vacío, completamente vacío.
Entonces, ¿al final sí lo guardé o no lo guardé?, me lleva…, me lleva…x, ¿¡dónde fregados puede estar el $%&/=? el PIN de los… ?! Estoy que me lleva Pifas, pero respiro hondo, profundo, hondo. Trato de concentrarme y las imágenes ahora sí que son un verdadero desgarriate: yo guardando el PIN, yo tirándolo a la basura, enviándolo por paquetería en un sobre equivocado a mi jefe en Madrid, cocinándolo por error dentro de un pastel; veo a Roberto pegando la tarjeta del PIN en un cuadro justo por el lado de los numeritos, veo al PIN con un par de pequeñísimas alas doradas en el borde del balcón, justo en el momento en el que me avalanzo sobre él emprende el vuelo y se aleja sobre la línea del mar hasta que no veo más que un puntito rojo y oro, perdido para siempre.
Ante tal incertidumbre tomo una decisión: no pararé hasta dar con el dichoso PIN, así tenga que poner la casa boca arriba, quitar los cojines de sus fundas o descongelar el refri. Y en eso estoy, revisando todos los bolsillos de toda mi ropa, cajón por cajón, las páginas de cada libro en el estudio, y de pronto, de un libro, que no tendría ni porqué mirar dentro, cae un sobre rojo precioso sobre el piso, y no tengo ni qué mirar dentro para reconocer el sello inconfundible de su gusto: ese sobre contiene sin duda una carta de Claudia, atrás se queda el asunto tonto del famoso PIN, el reproche (muy justo) del cartero a quien encomendaron la entrega y lo olvidó (o sea, mi papá), y todo el berrinche que tenía antes de encontrarme con una letra que reconozco perfectamente, la hoja amarilla a rayas de una libreta familiar, y las palabras cariñosas de mi querida querida Claudia y su forma particular de dibujar las aes en posición final, lo respingonas de sus des, lo simpático de sus oes, sus comitas veloces. Me ha hecho tan feliz encontrar la cartita de Clau, se me iluminó el rostro, me emocioné y fui feliz.


Martha

Pd. Por cierto, el famoso pin apareció fácilmente, ya ni me acuerdo dónde, pero la verdad eso es lo que tiene menos importancia.