martes, 14 de septiembre de 2010

La elección


La primera vez que vi a Nabor cabía en una de mis manos, era diminuto, blanco, esponjoso, con apenas un tinte oscuro en la punta de las orejas y la punta de la cola, nada más que eso; de eso hace ya unos ocho años. La segunda vez que lo fui fue unos días más tarde, a través de una ventana; pasaba por la casa de la chica que me daría en adopción a dos gatitos, yo no había elegido todavía cuáles pues quería conocerlos un poco más.



Ese día ella no estaba, pero el portal estaba abierto y pude asomarme por una ventana y mirar a la gata mamá y a todos los gatitos dormidos en un canasto enorme. Di pequeños golpecitos en el cristal de la ventana, la gata mamá solo miro hacia mí y siguió en su letargo, el resto de los cachorros también, pero Nabor no, él trepó primero entre todos sus hermanos, literalmente pasó encima de ellos, trepó luego el canasto y después, increíblemente, un sofá, y cuando llegó a la cima trepó una cortina, pero no pudo sostenerse y rodó por el sofá, luego cayó sobre el canasto, se levantó y volvió a trepar, siempre hasta la cortina aquella, y así lo hizo muchas veces, yo tenía prisa, debía irme ya, pero no podía resistir, seguí dando golpecitos a la ventana, dejé mi mochila en el suelo y esperé a que lo consiguiera. Lo hizo después de unos 25 minutos, logró trepar la cortina y de ahí estuvo solo a un paso del descanso de la ventana. Lo logró, me hizo tanta gracia, me enamoró tanto su empeño, su tenacidad. Lo miré por el cristal, tan pequeñito, con sus hermosos ojitos azules mirándome. Me di cuenta entonces de que yo no podía elegir, sino dejarme elegir y al menos Nabor ya me había elegido. De ese día al día de hoy muchas cosas han pasado, Nabor ha pasado muchas pruebas, muchas adaptaciones, se ha mudado a kilómetros de distancia en cada ocasión, de Xalapa a Mina, de Mina a Progreso, y de ahí de nuevo a Xalapa.

Tuvo una infancia de gato travieso, imposible de tranquilizar, tremendamente activo y tremendamente cariñoso. Aprendió ciertas normas de conducta más por milagro y paciencia que por una disciplina férrea de mi parte. Tiempo después se mudó a vivir a Mina junto con Tirso, a casa de mi padre, creo que ahí fue inmensamente feliz, solía recibirme con los regalos más increíbles, y de ello ya contaré. En aquella estancia perdimos a Tirso, nunca sabremos a ciencia cierta qué pasó, creemos que “cazó” un animal que ya estaba envenenado y así falleció él. Nabor cambió entonces su personalidad, entró de golpe en una especie de adultez de gato que yo no conocía. Se volvió sereno, mucho más hogareño, un poco melancólico incluso durante algunos meses.

Todos añoramos a Tirso durante mucho tiempo, incluso ahora. Pero Nabor supero aquella etapa difícil, luego su personalidad volvió a endulzarse. Cuando vivió mi padre en Progreso Nabor tuvo un accidente terrible, creemos que un automóvil lo atropelló, no sabemos dónde habrá sido el accidente pero una noche no llegó y a la mañana siguiente, de madrugada casi, estaba bajo la ventana de la habitación de mi padre, maullando fuertemente, hasta que llamó su atención, aquello fue muy duro, sufrió una doble fractura en su pata delantera derecha, las cosas se complicaron, después le hicieron una intervención para colocarle un clavo, en fin, meses muy duros de cuidados muy delicados para él. Recuerdo las madrugadas en las que me turnaba con mi papá las guardias para cuidarlo. Al final se recuperó, lentamente, con mucha paciencia. Después se mudaron a Xalapa y su calidad de vida mejoró.

Es nuestro hermoso niño Nabor, Naborito, es nuestro ronroneo en el alma, ahora que lleva un antifaz misterioso color café oscuro y tiene la mirada noble de un gato de ocho años, un gato de talla alta, enorme, guapísimo. Y cuento todo esto porque dentro de unas horas le harán una cirugía para amputar su patita herida de aquel accidente, tuvo en aquel tiempo una infección en el hueso producto de la negligencia médica del veterinario de Mérida. Su médico en Xalapa, Eduardo Gasol, consiguió hacerlo remontar y mejorar su salud, Nabor ha luchado estos últimos años y mucho, y ahora la osteomelitis ganó terreno y no hay nada más que hacer. Hace unos días dejó de comer de pronto, así, sin más, lo llevamos al médico y después de algunos exámenes supimos que aquello que creímos superado estaba de vuelta.


Es tan difícil discernir qué es lo mejor para Nabor sin que intervenga en nuestra decisión “lo que es mejor para nosotros”. Es tan sutil esa frontera, tan fácil de traspasar. Espero que estemos haciendo lo correcto, espero que el pesar de la amputación, como dice su doctor, sea solo una percepción humana y en su caso, un alivio para él. Espero que su adaptación sea lo menos dolorosa y lo más rápida posible, de nuestra parte tiene el amor de siempre, tendrá los cuidados y los mimos, también la compasión y el espacio que esta familia pequeñita pueda darle. Trato de pensar en él como aquel cachorro que se esforzaba por trepar para mirar quién tocaba el cristal de la ventana. Yo sigo tocando, sigo tocando, porque él me eligió a mí aquel día y yo lo amo profundamente, como el hermano gato que es. Y aquí estaré, no me moveré hasta ver que consiga alcanzar la ventana.

jueves, 20 de mayo de 2010

Dientes de leche



 Para Marien Aburto, Brenda y su techo de zinc
―Nunca había tenido tanto frío en Mina― le dije a Marien antes de que apagara las luces, justo fue entonces cuando el frío arreció. Me quedé mirando largo rato la impresión del techo fijada en mis ojos. Suspiré y me perdí en la idea de no poder recordar ni remotamente cuándo fue la última vez que estuve en Mina, me esforzaba en vano. Marien se metió a la cama por fin. Quizás tampoco en muchos años me había sentido tan acompañada por alguien de esta ciudad.
Una luz del exterior se filtraba por la cortina. Al cabo de un rato la impresión del techo se disolvió y comencé a mirar de nuevo en la penumbra los perfiles de los objetos. De por sí  la rareza de tanto  frío era suficiente pero además caía el diluvio universal afuera, comenzábamos a perdernos en el sueño pero no quería dormirme aún, disfrutaba el repiqueteo de la lluvia sobre el techo de zinc. Pensé que muchos años atrás ese sonido fue una tortura, le conté a una Marien medio dormida que mi papá disfrutaba su sonido, así que se hizo guaje durante años y no lo cambió nunca; Marien sonrió y en la obscuridad pude  ver su sonrisa cómplice, solo dijo: “a mí también me gusta”.
Cerré los ojos, quise recrear una penumbra distinta y un sonido más sordo todavía. Lo primero que venía a mi mente fueron las puertas de maderas finas de mi casa, de pronto yo tenía la mano sobre un picaporte que llegaba a la altura de mis ojos y deslizaba los deditos sobre el detalle de las vetas. Solía quedarme horas mirando la veta de la madera, mi abuela decía que eso era signo de cierta rareza infantil mía, ¿qué buscaría en esas vetas?
Mis días favoritos eran los días en que llovía, solía tenderme sobre el piso rosa de mi casa a mirar el techo blanco con vigas negras, escuchaba los goterones caer con fuerza, casi hasta el punto en el que me parecía insoportable, y yo cerraba los ojos y trataba de concentrarme en los objetos que me rodeaban, trataba de no pensar en el martilleo de las gotas y ser capaz de reconocer a obscuras los objetos y así me quedaba, inmóvil, hasta que podía viajar a través del ruido.
Una vez la lluvia fue implacable y no cesó durante días completos, aquella vez el estruendo me había ensordecido, apenas se podía charlar como no fuera a gritos, ni qué decir de oír la radio, encender la tele, así que me recosté en mi habitación, cerré los ojos, me concentré en el viaje y  me encontré ahí en la habitación de Marien, con ella a medio dormir a mi costado, me miré las manos, yo era una adulta y no una niña, traté de disimular la sorpresa como pude, a mi lado Marien casi caía en el sueño, yo no la había visto nunca antes, pero la reconocí cuando dijo: “a mí también me gusta”, creo que una mezcla de gran emoción y terror me dejó sin habla y fingí que dormía, me pregunto ahora que lo cuento si me habré quedado dormida y aquello lo soñé con la claridad de un deja vù de lluvia.

Foto: Días de lluvia, de Alí Ricardo Gómez

miércoles, 14 de abril de 2010



Esto no me gusta, quiero que amanezca allá para que tú despiertes y despierte la noche, hoy sucedió otra vez que se me han ido en tropel cientos de árboles armados de todo, de todas maneras, a medio hacer, terminados algunos, recargadísimo otros de detalles innecesarios.

Hoy, demasiada falsa clorofila de colores falsos se han vuelto a la mar y mañana los peces tendrán dieta nueva, mañana amanecerán hojas de colores en la orilla del Mediterráneo porque esta vez se me fueron de las manos y dejaron medio despoblado este lado del mundo, y ya no me obedecen para nada, han salido voluntariosos, crecen unos con desgano, otros a sus anchas, hay una anarquía de árboles que toman sus raíces de la habitación, han hecho maletas tomado buques, se han mudado a varios muelles y hacen filas inagotables por emprender el viaje.

Ahora me agoto todas las noches porque de mi mente no salen más que árboles sin cesar, y todos piden plumas de ave en lugar de hojas para no nadar más en agua salada y prefieren un poco de cielo, árboles que nacen furiosos, arrebatados, impacientes, árboles que se sienten una montaña juntos, que planean huracanes, terremotos, terribles planes de pangeas imposibles, árboles que han aprendido a hablar un lenguaje de la tierra, que escriben poesía, planifican fortalezas, organizan asambleas.

No puedo con tanta corteza en el corazón cada mañana ni con tanta ramita picándome la garganta por las tardes, no puedo con tanto pétalo de flor diminuto apareciendo en mi cabello ni puedo con la pared en blanco de mi habitación que no se llena nunca porque luce abandonada al día siguiente para ir a buscarte (creo que a buscarte) cada mañana al otro lado del mundo, como si no fuera agotador cruzar con la mente un océano a nado por las noches, como si no fuera... nada, ahora se agazapan a mediodía para salir de la nada, de entre las páginas de los libros, del tablero del coche que conduzco.

Salen armados hasta los dientes de brío y valor, van todos temerarios y me desafían el día entero, creándose y recreándose, armados como pendientes en mis lóbulos, translúcidos en las palmas de mis manos como un dibujo en tinta deslavada, vueltos anillos de hiedras que me atan los dedos y a su antojo transforman mi caligrafía; hasta que ya no sé si yo misma estoy habitada por completo por un árbol, si dejé de ser mujer un día así sin más, y no me corre más sangre por las venas sino una savia parsimoniosa que me entorpece las ideas y ya, ya. 

Esta mañana he tenido que contenerme para no lanzarme yo misma hacia aquel muelle, subir al buque de los árboles necios, o nadar, lo que la vida me tome, desde aquí hasta allá, vuelta a medio camino una colonia de algas, vuelta fibra de mar, coral más tarde, y entonces ahí sí, árbol de coral, en el fondo del Atlántico, para siempre.

Ilustración: Samuel Tutusaus, fragmento de Maestros

sábado, 26 de diciembre de 2009

Teatro, vagones y misterios, ¿o se puede tener dos veces el mismo sueño?




Y esto lo soñé en octubre del 2008 y por razones que no puedo imaginar, anoche también:

Soñé con Mercedes Lozano, tenía un taller de teatro en Letras, supongo que era en Letras, aunque el lugar de ensayo parecía más una mezcla entre un enorme vagón de tren y la sección más amplia de un loft sin restaurar. El espacio era soberbio. En el taller había un grupo como de veinte personas. Nidia  Vincent andaba por ahi rondando, por cierto y por supuesto, no me imagino un taller de teatro en Letras sin Nidia.

En algún momento nosotros visitábamos a Meche en su taller, y yo le decía que habíamos ido por ella para dar un paseo, así que entrábamos a esa especie de loft-vagón de tren montados en un chevrolet de los cincuenta, un coche negro tipo Dick Tracy, amplísimo por dentro, tanto que delante de nuestros asientos había una mesita de centro donde nos habían servido un café con galletas. No había nadie que la hiciera de chofer, sólo estábamos Roberto, ella y yo; Mercedes nos contaba sobre la obra de teatro, los actores, los detalles del vestuario y la iluminación.

Ya no sé si la obra que me contaba y lo que sigue era lo mismo, pero supongo que sí. Ahora que lo pienso y que lo pongo en palabras  me doy cuenta de que todo era una puesta en escena.

Mientras tomábamos el café dentro del chevrolet Meche relató que una vez hace muchos años había ido a buscar a Marito Muñoz a un aeropuerto después de uno de sus viajes por tierras eslavas, Marito traía consigo una especie de maletín negro como de médico, of course my horse su paraguas y su abrigo largo.

Mientras cuento esto imaginen que dentro del vagón se montaba un pequeño aeropuerto, tramoyistas subían y bajaban a través de las paredes y los pilares del loft, las alas de un avión echas de cartón se desplegaban a mitad del escenario y  se deslizaba una escalera con rueditas de donde bajaba un joven muy esbelto personificando a Mario Muñoz...

El maestro Mario estaba especialmente receloso con cualquier gesto de Meche por ayudarle con el maletín, así que ella puso especial atención a eso y olvidó preguntarle sobre el viaje. En algún momento el maletín comenzó a tener un comportamiento extraño, cambiaba constantemente de lugar, de color, de dimensiones incluso.

Los tramoyistas hacían pruebas con diversos maletines que aparecían y desaparecían de escena, algunos de ellos eran maletines reales, otros hologramas, otros más simples dibujos en la pared o artificios de tecnología más refinada.

Mechita no terminó el relato porque habíamos llegado a nuestro supuesto destino y no tengo ni idea de cómo ni a qué horas. Ahora estábamos en el jardín de su casa, yo descendía del chevrolet  y me encaminaba hacia la vista de los árboles del barranco, mientras tanto Roberto entraba a la casa y Meche no sé donde estaría cuando de pronto junto a mí aparecía el maletín de Marito, yo me ponía nerviosa y quería abrirlo sin más, moría de curiosidad, miré y a todos lados y me encontré sola con el maletín, entre el barranco y la casa había más distancia que la que hay en la realidad, veía a los lejos y como figuritas pequeñas a Meche y a Roberto instalándose en la terraza; cuando por fin me decidí estaba sentada en una butaca del auditorio de Letras.

En el escenario un joven Mario Muñoz liberaba los seguros del maletín de médico para revelar el misterio y un suspense se respiraba entre el público, pero yo ya no me fijaba ahora en eso sino en el verdadero Mario Muñoz que estaba sentado en las filas delanteras, hacia la derecha, donde suele sentarse siempre, y junto a él había un pequeño ser con la piel púrpura/violeta harto conocido por mí, sonreía, creí  en ese momento que era un juguete o una especie de marioneta, hasta que giró el perfil y notó que yo también lo miraba.

lunes, 30 de noviembre de 2009

Restaurante



I
No tenía prisa, y tampoco mucha hambre, así que buscaba un restaurante poco concurrido sobre la avenida Cumbres de Maltrata, en la Narvarte; recorrí varias cuadras antes de conseguir justo en una esquina las ganas de entrar a La Casa del Taco. El espacio en cuestión reúnía no más de nueve mesas negras y sus sillas breves; en la mesa de la esquina, pegada a una pared, una mujer comía sola; al principio no la distinguí de una planta de ornato muy alta que la mimetizaba.

Tomé la mesa del centro, decidí comer con toda la calma y la parsimonia posible; en mi caso es un esfuerzo particular porque suelo dejarme llevar por la inercia de horarios de oficina de una época. A mi derecha se sentó una familia: papá, mamá e hijo jovenperononiño-jovenperonohombre. Al principio sólo él hablaba; su charla iba por una caminito revolucionario, que si el gobierno pérfido esto, que la corrupción, ¡malditos burócratas, pinche sistema! Según entendí se dedicaba al diseño gráfico, buscaba con sus carteles mentarle la madre al gobierno como nunca nadie lo haya hecho antes en la historia de la gráfica mexicana (sic), los padres celebraban su talento inigualable y su ferviente participación civil, su compromiso...

Pronto cambiaron de tema y el hijo comenzó a comer con una premura que contrastaba con cierto dejo de glamour de los padres. La conversación se desvió hacia el dinero, sus cuentas, estrategias de inversión. El hijo pasaba velozmente de su plato al de la madre y de ahí al del papá en una danza de tenedor que trazaba su triángulo y lo recomponía sin orden.

Frente a mí un hombre solitario y malhumorado miraba de reojo a la mujer-planta de antes. Seguí su mirada y entonces otra vez ella tuvo mi atención, su voz se hizo más clara. Hablaba de nuevos términos, otras vidas, bocas abiertas que se muerden con fuerza y muslos que resbalan. El hombre solitario todo nervioso perdió el mal humor, se secaba el sudor recurrentemente, resoplaba. Mientras tanto, ella en el teléfono suplicaba a un amante perdido que volviera y prometía episodios sexuales más complejos que los que vivieron, felatios espectaculares y una lubricidad sui generis. Cada vez subía más la voz y el tono de las ofertas al punto en el que todos pudimos enterarnos a detalles de sus técnicas amatorias y el calibre de su lascivia.

Quiso la anfitriona restaurar el orden del ambiente y se acercó a su mesa, casi como un reclamo le dijo “¡¿quiere su postre, señorita?!”(aunque yo encontré el comentario poco apropiado), aun así nada detuvo a la joven de la planta, sólo le hizo una señal para indicarle que sí y le guiñó un ojo pícaro, y sin apenas inmutarse un pizca reanudó su charla. Yo al menos pronto perdí el interés y creo que el resto de los comensales hicieron lo mismo y seguimos cada quien con nuestros platos que para entonces se habían enfriado del todo.

De pronto la madre del trío familiar instigaba al hijo para que pusiera en práctica sus clases recientes de alemán y el padre le hacía cariñitos extravagantes que no eran otra cosa más que puñetazos delicados y gruñidos que fueron de menos a más hasta volverse ladriditos. Pronto el estímulo rindió frutos y el hijo habló, masculló y casi también él ladró algunas frases que mucho se parecían al alemán más auténtico.

La mujer del amante perdido pidió la cuenta, y en el último momento todos la seguimos con la mirada y con certeza también detrás de ella se fue nuestra imaginación colectiva. Cuando cruzó la puerta noté junto a la barra a una mujer muy joven que lloraba con disimulo, apenas se notaba un encorvamiento tristísimo de sus hombros. Me dio una ternura infinita el tacón roído de una de sus zapatillas que mostraba su suela hacia mí y sus escasos modales en la mesa. Tenía una figura preciosa y su cuello largo, aun llevado sobre su barbilla, era notable. No creo que nadie más haya visto que lloraba. No pude terminarme el plato así como estaba, completamente frío. Pedí pronto la cuenta y me crucé en el umbral con un niño de ocho años que apenas entrar exclamó: “¡mesa para cuatro y que nos atienda Magda, por favor!”

México, D.F. 16 de junio 2007


jueves, 26 de noviembre de 2009

La página trece


Me está consumiendo el sentido común la idea de que sea esta noche, este medio día o esta media tarde “el día” que se cruce en mi camino. La cinematografía está cobrando uno de sus efectos más caros en mí: fantasear con una esquina edificada con el único propósito de hacernos tropezar y tener en el suelo un reguero de libros y bolsos que nos obligue a mantener la frente pegada a la frente en el nuevo orden de los objetos: no saber qué es suyo ni qué es mío. Demasiada televisión.

Debe ser por eso que voy cambiando sus nombres, sus aspectos, sus voces. No consigo hacer tierra en ningún puerto, ninguno me admite tampoco. Paso de un afecto a otro, creyendo casi de verdad (porque la víscera así lo dicta) que tal o cual parece ser la persona correcta, alguien que sufrirá el designio de mi voluntad de amarle. No fingí ni una sola vez, ni la primera ni la última, a propósito, ¿por qué siempre nos parece que no ha existido amor más terrible y placer más hondo que el último?, insuperable, sencillamente insuperable.

Ahora que echo la vista atrás noto un patrón o será que lo creo o que lo encamino hacia allá. Parece que he puesto todo mi empeño en elegir mis afectos a partir de su imposibilidad, algunos “podrían ser” si no fuera por que están lejos, porque están comprometidos pero infelices, cliché por demás barato, otros por su edad, por su ideología, yo que sé; algunos más por sus ambivalencias. En resumen que nadie está realmente, les noto el entusiasmo un día o dos o más y mi propio interés va desarrollándose exponencialmente hasta que de pronto una desilusión se me instala en el ánimo y todo va yéndose al demonio, yo querría estar, yo querría abrazar, besar, hacer el amor, preparar un té, deslizar los dedos en su cabello, replegármele, dejarle una nota en el espejo, tocar su timbre en la madrugada, tomar a oscuras un baño de agua caliente, besar su espalda, tomar su mano. Pero no está, eso es todo.

Evito las esquinas no por evitar a quien no viene en el otro vértice, sino por no hacer más el tonto de girar una de ellas y encontrar el camino miserablemente vacío de accidentes.

Xalapa, Ver., 16 de mayo de 2003


Foto del álbum Retratos Xalapeños de la serie Los singulares a cargo del colectivo Nacoestética
http://www.flickr.com/photos/singulares/show/


miércoles, 25 de noviembre de 2009

La visita


Para Vicente, cuya paciencia es un halago que poco merezco


Breve, muy breve, lo último sobre día de muertos, antes de que el mes más bonito del año se vaya de nuevo:

"La muerte es una idea que me ha perseguido desde siempre, tiene todos los matices, mil rostros que siempre hallo familiares. La muerte también ha sido un día una fiesta, una circunstancia, fue un desasosiego, una paz con su resignación. Anoche vi estremecerse la luz en los ojos de mi amiga Elizabeth. Tiene miedo de uno de esos rostros. Quise decirle lo que sé pero me di cuenta que no es posible, pocas cosas son tan inefables. Incluso el amor encuentra los caminos para expresarse, yo podría hablarle del amor, ¿pero de la muerte?, tendría que llevarla hacia dentro de mí y ¿cómo se hace eso?, tendría que buscar y rebuscar en mi memoria y en mi ánimo, tomarla de la mano, mostrarle la parte miserable y la de la luz, y después ¿habría ella perdido el miedo, o terminaría en la desazón total? Su padre está mal, no en peligro de muerte, pero ella ha escuchado la alarma que nos ha despabilado a unos cuantos alguna vez, y nos sacudió y nos dijo que estaba cerca, no para asustarnos seguramente, sino para decirnos eso: estoy cerca, una cortesía que no se desprecia.

Uno tiene ganas de correr hacia quién sabe dónde, de gritar quién sabe qué, de golpear, de girar el mundo al revés, uno tiene la energía para hacerlo, cualquiera lo haría si tan sólo fuésemos capaces de descubrir el cómo. Pero no es posible y no queda más que intentarlo, una de las pocas victorias que uno gana sin llegar a la meta es la de la lucha contra la muerte, la victoria está en el intento y no en ganarle, suena a mediocridad , a slogan en la solapa de un libro de autoayuda pero no, lástima que uno se entere hasta que está en la frontera, sólo cuando termina todo lo sabemos, el festejo se celebra después de la línea.

¿Qué podía decirle yo a Elizabeth?, sólo presenciar su monólogo, el rencor que le tenía a la vida, la irracionalidad con que le demandaba a su padre que viviera más porque ella no está lista para perderlo, porque asegura que no lo estará en muchos años, ¿y cuándo está uno listo?, ¿lo estábamos los niños que perdimos a una madre o a un padre?, ¿están listos los hombres viejos que han visto con asombro morir a sus padres de cien años? Uno no la sabe, uno no lo cree, pero para la muerte hemos sido, estamos listos."

Xalapa, Ver., 25 de febrero de 2003

sábado, 3 de octubre de 2009

Refugio y relámpago



I
Mina

Durante años pensé que escribiría sobre mi padre cuando mi escritura tuviera más recursos, más afilado el lápiz, la verdad todavía no, pero las líneas que le tengo reservadas están dispuestas a escribirse solas. Mucho tiene que ver que es casi como escribir sobre mí misma y siempre son inmediatas las autoafirmaciones. Por ello también digo “todavía”, para mantener bien a raya a la confusión y no mimetizarme en él, no llamarme “mi padre”: Óscar, como le llaman las tías de Juchitán, don Óscar para los que no se animan a “faltarle el respeto”, con ese categórico don resonándole en la cara mientras extiende la mano para dar un apretón y sonríe, se aguanta la risa porque le parece taaan solemne. Oscarín para los amigos que lo aprecian tanto, los que lo saben niño y al mismo tiempo cuando pasan a toda carrera frente a su manía de mirar la calle, le saludan lo mismo de lejos que de cerca: “adiós, mi rey”.



Mi rey es mi padre, yo sus súbditos, yo su corte, yo la reina y la princesa y el ejército también. Pero él el rey, siempre.




II

Una luz se estrella en mi cristal y traspasa la ventana, las cortinas, se deshace en la pared . El impacto disuelve la luz fugaz y se disemina en lamparones por la recámara. Todo en segundos. Irremediablemente ya estoy de pie envuelta en mi sábana como un fantasma y se oye a lo largo de la sala los golpecitos ahogados de mis pies de niña contra el piso, abro una puerta y presiento la amenaza inminente de otro estruendo sobre mi techo.


Él, medio dormido, extiende los brazos y un nuevo fogonazo ilumina su rostro, su gesto de refugio. Desde el marco de la puerta a su cama pego tremendísimo salto; creía yo, en aquel momento, que le sorprendí a mitad de la tormenta. Sé ahora que en el primer estruendo, antes de que la luz me traspasara párpados y corazón de miedo, él ya se había arrimado hacia un extremo de su cama y esperaba carrera de niña, brinco y portazo.


III
La mano cada vez más morena de mi padre gira el picaporte. Pone el seguro de la puerta principal. Yo, en otra ciudad conozco con detalle el qué y el cómo, el número de sus pasos desde ahí hasta su cama, sé con precisión de qué lado dormirá, cómo se quitará el reloj, destenderá la cama y se meterá en ella. Sé también su pensamiento último antes de que lo venza el sueño, y el pensamiento de mañana.

Antes de girar el botón de la luz de lectura, me quito el reloj, destiendo la cama, justo cuando el sueño me vence a mí, sabe él mi pensamiento último.


Agosto, 1999.

martes, 29 de septiembre de 2009

Los hijos y sus padres



Espero me disculpen la tristeza, quizás el tono se conserve un par de días, pero pasará, así que indagando en lo ya dicho, lo ya pensado, ya escrito, puesto que estoy negada a escribir un solo sintagma ya mismo, traje algo de la gaveta.

"Los padres también son los hijos de los hijos. También le cantamos a los padres canciones de cuna, los arrullamos para que duerman tranquilos y los vigilamos para espantarles las pesadillas que los torturan, quisiéramos también ahorrarles todos los pesares. Hoy Rebeca, Claudia y yo fuimos al sepelio de la joven hija de un maestro querido. Hubiera querido decirle, en el abrazo, que ella lamentaba tanto no asistir al resto de su vida.


Pensé en mi padre, en la cantidad de vida que tuvo que suceder antes de que él naciera y luego yo, en toda la que vendrá cuando ninguno de los dos esté y en esa cortísima época que nos ha tocado juntos en el mundo, pensé en toda nuestra risa incontrolable y absurda, nuestro repertorio de chistes locales, en sus hermosísimas manos afiladas y morenas girando el seguro de la puerta de la casa, sus camisas alineadas en un closet de mi habitación, en mi cunita de niña que tuve hasta que ya no cupe más, en el bote de chocomilk en la alacena, los azulejos del baño, su taza de café, las dos mil veces que toca el claxon cuando conduce y yo me enojo, en su caja de chocokrispis que desayuna en las mañanas a su sesenta y algo; pensé en mi primer par de zapatos que todavía guarda, todos los abrazos que no nos alcanzan para querernos, el espejo del comedor en Mina que te hacía ver más gordo de lo que eres y estaba puesto ahí a propósito, pensé en las vigas del techo, todas las constelaciones de su rostro, las constelaciones que le heredé y llevo puestas en la espalda; pensé en los fines de semana como la rebelión de los niños que éramos los dos: despertar tarde, comer en la sala, bañarnos a la de tantas, una pijamada de dos adolescentes desenfrenados.

Olvidábamos a ratos quién era el hijo de quién; llorábamos como no se debe hacer en público con las películas que no hacen llorar a nadie, nos burlábamos del que se aguantó al último; pensé en todos sus recados llenos de dibujos, las guerras de comida que tuvimos que limpiar después entre los dos cuando una autoridad de mentiritas nos reprendió con todo y que, como él dice: “podemos hacer lo que queramos, todos los que podían regañarnos ya se han muerto...”

Tuve miedo, como dice Rebeca, de dejar alguna vez a mi padre huérfano de mí. Un hijo debe sobrevivir a un padre, lo otro es contra natura, no porque el dolor de perder al padre sea menor en el hijo. Los hijos debemos tener la precaución de sobrevivir a los padres sobre todo porque desde el otro lado la pena de haber muerto no tendría fin si no podemos regresar para consolarlos, disculparnos por la última falta, prometer que no lo volveremos a hacer y que nos pongan el peor castigo. Esta noche tuve miedo de la fragilidad de mi salud, de lo vulnerable que puedo ser y de mi tontería. Si pudiera tomarme de su mano, a través de todo tiempo y todo espacio, simplemente habríamos dado muerte a la Muerte".

Xalapa, Ver., 18 de enero 2004


Imagen: Padre e hijo de Leónidas Correa, tomado de http://educacion.vivenicaragua.com/400elefantes/2009/09/07/leonidas-correa-el-color-de-la-naturaleza.html

lunes, 7 de septiembre de 2009

De prisa y ausencia


Existen lugares donde la soledad y otras pasiones se refinan, algunos tienen que ver con muchedumbres, con la demasiada compañía. Hay uno contrario a todo eso que me parece notable: tomar un taxi; viajar en el asiento trasero de un auto en silencio, cerca de la medianoche, es una de las soledades más sofisticadas.

Por principio está la no pertenencia, la extrañeza, la conciencia de que el servicio es eso, un arreglo comercial que dura algunos minutos, o un favor tomado de un casi conocido, o un amigo, o un familiar. Es lo mismo. Mientras atraviesa uno la ciudad y mira las rayas de luces por la ventanilla, no hay manera, de verdad, no hay manera de detener el pensamiento, se nos vuela. He pasado algunos de los momentos más desquiciadamente solitarios en un taxi, he repasado mi vida en quince minutos, he reinventado con todas las variantes posibles un futuro cada vez más sombrío. He tenido pesadillas. Creo que es por el movimiento, la estática sienta bien a un espíritu dolido.

La velocidad del auto sólo enfatiza la pasividad del alma, la exhibe con una crueldad terrible. Estar solo en un taxi es un pesar que a poco rato se vuelve físico, se exalta en la garganta cerrada y en la boca del estómago, o en las manos que no hallan cómo posarse de forma natural, y salen y entran de los cabellos, o se persiguen los pulgares o se tamborilea la portezuela o se enlazan con tal rigidez que en nada son dos guerreros luchando a muerte o dos amantes renuentes al adiós, o soledad de manos que no les basta el tacto ni la fuerza ni la caricia.

La soledad se libera en un rojo con una aspiración corta y un suspiro sonoro, un alivio. Al otro rojo ha encontrado otro sitio, las mandíbulas se aprieten, rechinan los dientes y hay un trago de saliva en suspenso. El trance tardará lo que el viaje. Se nos ensancha la soledad adentro.

Yo suelo sentir una especie de asfixia y bajo la ventanilla, pero el viento por muy suave, por muy fresco, también tiene sus violencias. Sufro una nostalgia del mar, de un otoño perfecto, un columpio, un viaje en bici, una carrera, un ventilador de techo. A veces la conversación del taxista o del amigo que se esfuerza empobrece la escena, nos distrae de nuestro cuerpo, de la evocación. A veces nos rescatan o nos hunden más. Para escapar de un taxi hay algunos secretos, fingir que necesitas bajarte en el acto es uno de los más socorridos, huir hacia la conversación quizá sea el más afortunado, culpar al tráfico diciendo “prefiero caminar”, y muchos más, muchos más, inventemos pretextos.


Xalapa, Ver., 13 de septiembre, 2003