lunes, 8 de junio de 2009

Sueño de azotea


Para Jesús Gaona, ciudadano, y Patricia Rivas, citadina.


Algunas ciudades son como princesas caprichosas, melindrosas, con cierta voz quedita de falso pudor; con ellas no hay cortejo que valga, nada nunca saldrá de sus manos y menos aún de sus labios, son ciudades remilgosas y malcriadas. No hablo de ciudades fatale como Las Vegas; me refiero en realidad a ciudades llenas de tontería y de una vulgaridad lujosa.

De ellas uno se divorcia pronto y toma uno un día un avión, un barco o cualquier otra forma contundente de abandonarla para siempre, sin souvenirs de por medio, fotos de viaje ni nada que deje en nosotros una mínima muestra de nuestro paso por ellas.

Otras ciudades son más bien hostiles, incluso de una rudeza innecesaria; te muerden los talones a la menor provocación, te sacan ampollas en las plantas, te aniquilan en un dos por tres los pulmones y la presión arterial. No se puede domar esa naturaleza, o a veces sí, todo depende del humor en el que estén, de la suerte que te acompañe... Miento, esas son ciudades indomables, aunque la suerte te acompañe no tienes posibilidad de nada, sin tregua para nada ni para nadie y aun así tienen el encanto de las pasiones prohibidas, de los amores imposibles no exactamente por "imposibles" sino por absurdos, por provocarle a uno un deseo fuera de lugar y de tiempo. Esa quizás sea la clave de una tortura: tiempo fuera de tiempo. Y esta ciudad es un poco como esa rara belleza que se sabe bella, violenta, pasional. Esperpéntica muchos días, sofisticada muchas noches, quieta y casi suave en las horas en que amanece. Un amor tortuoso del que quieres salir corriendo pero que al final te seduce de nuevo y al que vuelves más tarde o más temprano.

Cuando estás lejos lo piensas mejor, te felicitas por el gran triunfo de haber escapado, pero más tarde, una madrugada, te despiertas y abres la ventana de tu habitación y oyes la voz de la ciudad indomable diciendo tu nombre de lejos. Y qué dolor terrible es entonces la distancia. Pensaba en eso hace unos días, desde la azotea de un edificio de la calle Guipuzcoa esquina con Oviedo, en la ciudad de México.

Era de noche, la vista no parecía particularmente atractiva desde ahi, pero después de estar un buen rato podía mirar la ciudad de una forma distinta, era más algo que percibía de manera intuitiva que lo que podía "mirar" de verdad; podía escuchar la voz de la ciudad llena de susurros de autos, sirenas a lo lejos, voces charlando, algunas risas y la música de algunas ventanas no hacía un escándalo sino una atmósfera que casi tenía un color, o eso pensé en ese momento, lo imaginé violeta, un ruido violeta.

Esta ciudad tiene su sistema de anzuelos infalibles, no voy a contar "todo lo que una gran ciudad ofrece", nada de medios de transporte, de comunicación, nada de consumo, nada de espectáculos, ofertas; nada de eso. Esta ciudad tiene un tipo de personas anzuelos que no son nunca sus ciudadanos típicos sino siempre una excepción; puede ser que sean personas de una naturaleza común pero tan disímiles entre ellos, tan únicos. Lo llenan todo con su manera de mirar, con sus charlas inagotables, con sus gestos breves, su prisa y su cautela, que uno lo sabe y sin resistencia acepta el bocado que te ofrecen, muerdes el anzuelo y sonríes con complacencia, incluso cuando sientes entrar en tu paladar el filo que te ata.