viernes, 26 de septiembre de 2008

La ciudad del polvo

Juchitán es uno de los sitios donde se van almacenando todas las cosas que recuerdo y las que adivino y las que invento. De todo lo primitivo de lo tribal que somos (los que algo tenemos de Juchitán) no lo ocultamos, como si se pudiera, además.

Ésta es mi muestra, no de las cosas como pasaron, no como son, sino de las cosas por sí mismas, no de los eventos sino de las risas o de los llantos; ésta es mi muestra de la tribu a la que pertenezco sin haberlo pedido, primero por el azar simple de la concepción y después con los años, por los rituales en los que me hice de ellos y los hice míos a un tiempo. Por esta especie de gran móvil suspendido manteniendo un equilibrio de muchas piezas diversas, de volúmenes y texturas distintas todas, pero unidas a nuestra manera, y también a nuestra manera con distancias insuperables.

Yo soy una, me muevo en una ciudad lejos del resto, con un ritmo que es otro también, pero no tengo forma ni voluntad de deshacerme de ese eje. Las razones para querer a los de la sangre no están en mi adn ni porque representen una fuente inagotable de explotación literaria (o quizás) sino en las voces de cada uno, en la complicidad, en lo mágico y lo terrible, mis razones para amarles a cada uno de maneras distintas esta justamente en lo que trataré de narrar.

Uno a uno, en desorden, todos. Y todo empezó, al menos en mi línea materna, en un ciudad que antes fue villa y antes no sé, lo mismo ha sido un pueblo, que un desierto, pero antes y después ha sido un imperio: Juchitán, Oaxaca, la ciudad del polvo.


Foto: Nuestra Señora de las Iguanas, Graciela Iturbide. Juchitan, Oaxaca. México, 1980

El patio

Mi abuela materna fue mi vecina en la primera casa en la que yo viví. El patio trasero de mi casa se unía al suyo y formaba un campo que bien visto era más bien pequeño, pero entonces me parecía que ahi era posible todo. Era el gran escenario de manos con lodo, dientes de tierra después de preparar pasteles y guisados de hoja. Un patio es el árbol del fondo, grabado con “papá y mamá”, el primer —quizás el último— amor de verdad, el que uno piensa para siempre; es el mejor escondite (¡lejos del pozo!, grita la abuela), es el estadio a reventar de un interminable partido de beisbol, la cachucha pa’trás, la rodilla raspada.

El nuestro, era un ring de boxeo y lucha grecorromana entre primos y hermanos por un partido de canicas, el árbol de mango grande imposible de trepar (mariquita el que se raje) y de pronto ya estás casi en la copa gritando que alguien te baje, es la piñata en brazos del primo gandalla corriendo entre el columpio, el pozo, las plantas intocables de una tía asesina por culpa de sus hortensias; los juguetes regados dondequiera, el patín del diablo, la bici ponchada, los soldaditos de mi primos enterrados en la esquina del terreno —los que murieron en batalla—, mi patio era un perro blanco y negro que fue también caballo, es el grito de “¡A comer! ¡Y lávense las manos!” sin entender por qué cosas tan distintas van pegadas.

La única bandera ahi era la camiseta de siempre, subiendo y bajando cada vez más pálida del tendedero que explotábamos. Los patios son historias de castigos y regaños, el lugar mejor para cavar la alberca (el gran sueño de la cuadra), el bosque, el desierto, el viejo oeste, la playa, los piratas, el mundo entero...