viernes, 26 de septiembre de 2008

El patio

Mi abuela materna fue mi vecina en la primera casa en la que yo viví. El patio trasero de mi casa se unía al suyo y formaba un campo que bien visto era más bien pequeño, pero entonces me parecía que ahi era posible todo. Era el gran escenario de manos con lodo, dientes de tierra después de preparar pasteles y guisados de hoja. Un patio es el árbol del fondo, grabado con “papá y mamá”, el primer —quizás el último— amor de verdad, el que uno piensa para siempre; es el mejor escondite (¡lejos del pozo!, grita la abuela), es el estadio a reventar de un interminable partido de beisbol, la cachucha pa’trás, la rodilla raspada.

El nuestro, era un ring de boxeo y lucha grecorromana entre primos y hermanos por un partido de canicas, el árbol de mango grande imposible de trepar (mariquita el que se raje) y de pronto ya estás casi en la copa gritando que alguien te baje, es la piñata en brazos del primo gandalla corriendo entre el columpio, el pozo, las plantas intocables de una tía asesina por culpa de sus hortensias; los juguetes regados dondequiera, el patín del diablo, la bici ponchada, los soldaditos de mi primos enterrados en la esquina del terreno —los que murieron en batalla—, mi patio era un perro blanco y negro que fue también caballo, es el grito de “¡A comer! ¡Y lávense las manos!” sin entender por qué cosas tan distintas van pegadas.

La única bandera ahi era la camiseta de siempre, subiendo y bajando cada vez más pálida del tendedero que explotábamos. Los patios son historias de castigos y regaños, el lugar mejor para cavar la alberca (el gran sueño de la cuadra), el bosque, el desierto, el viejo oeste, la playa, los piratas, el mundo entero...

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