martes, 29 de abril de 2008

Mala memoria

Tengo mala memoria, o muy selectiva. Quizás poca capacidad para almacenar información útil. Quizás tampoco sea cierto y solo tengo un problema de "recuperación de datos". Necesito estímulos constantes para recordar los detalles. Aun cuando logro recordar un suceso, ciertas precisiones que me gustaría retener se me diluyen. Ahora mismo tengo 33 años y ya me resulta penosa la tarea de mirarme a los diecisiete o dieciocho. La infancia en cambio me parece más clara pero creo que no es suficiente, de entonces tengo presencias que me resultan tan emocionantes e intensos que me gustaría poder recordarlas de mejor manera.

Escribo ahora esto no como un diario del día al día sino más bien como una trampa de la memoria, procuro dejarme pistas que más tarde pueda seguir; incluso al día siguiente cuando ya todo es pasado uniforme, casi sin fronteras entre ayer y hace veinte años. Cuando veo publicadas las memorias de alguien siento una profunda decepción al sostener entre mis manos un tomo de solo quinientas páginas, siempre pienso “¿y esto es todo? ¿Caben en ochocientas páginas la memoria de un hombre de ochenta años?”. Es increíble que se registre en esas obras una serie de eventos pulcramente trascendentes y se dejan de lado y apenas se mencionen (por no decir que se olviden del todo) los recuerdos ligados no a las personas ni a los grandes asuntos, sino simplemente a los objetos, a los episodios irrelevantes.

Recuerdo una clase de Marito Muñoz donde hablaba de Amiel y su maravilloso diario como el único ejemplo de las memorias de un hombre.

Ahora que he escrito esto recordé la relación simbiótica que mantuve no sé si durante días, semanas o incluso años con una camisetita roja que decía en letras blancas: Mazatlán. Yo tenía cinco años, quizás cuatro, y es casi como si fuera hoy y casi como si pudiera sostener entre mis manos su algodón grueso pero muy deslavado, incluso logro evocar su “aroma a sol” (como dice la mamá de Claudia) y esa prenda sacada a tirones de mi mente trae consigo una cadena de evocaciones sin ton ni son, el jabón rosa Zote en el fregadero del patio; yo misma, apoyada la barbilla sobre el filito esperando que unas manos terminaran de lavar instigadas por mi prisa, a veces eran las de la señora de la limpieza, otras las de mi papá o mi abuela quizás; recuerdo llevarla al tendedero chorreando agua y ver las goterones caer en la tierra, echarme la camiseta húmeda al hombro, manipular con trabajo la palanca para bajar la cuerda de tender. Recuerdo la camiseta y sus letras prensadas en el mecate, como una bandera: un verso de Bonet: “una patria por ti amada es la infancia…”; recuerdo mirarla mientras cambiaba su color de húmeda a seca en 25 minutos eternos. Siempre, con un mínimo de humedad yo me la ponía y era feliz, tan inmensamente feliz dentro de ella que solo de pensarlo siento un vuelco en el estómago. Y quisiera ahora mismo describir lo que se levantaba en torno a ese momento, el color exacto de las paredes de mi casa, el olor de la tierra mojada, los cuchicheos de la calle, el calor de 40 grados en Mina, el mundo girando como un mecanismo perfecto y yo sobre un taburete para alcanzarme la prenda amada, yo como desde la cima de un mundo recién nacido, como bajo un rayo divino, el aroma de una cocina oscura, el aceite del cabello trenzado de mi abuela que vigilaba de lejos. Esa camiseta durante un tiempo fue mi piel, no recuerdo cuándo dejé de usarla ni por qué, me imagino que debió morir de muerte natural, como mueren también las paredes queridas, y aquellos días y las cosas sin importancia.

Martha Ordaz
Y ya voy recordando mejor lo que decía, no era patria la palabra:

Una provincia por ti amada es la infancia.
¿Te acuerdas aún?,
aquellas fiestas con guirnaldas de máscaras
en penumbrosos parques,
en marismas con barcos.

¿Te acuerdas aún?,
de un tren lento entre luz azul y frontera,
de un libro otoño con cazadores,
de una noche en valle de miedo,
de un volverte a mirar la ciudad,
la ciudad que en tus sueños soñabas.

Nadie te puede arrebatar todo esto.
Nada terminó todavía.
De aquella provincia jamás
podrá expulsarte ningún ángel.

Juan Manuel Bonet

1 comentario:

CPachucaL dijo...

Mi primera vez

Esta es una historia real, le sucedió al amigo de un amigo una mañana cualquiera de un domingo de primavera.
No recuerdo bien, pero supongamos que tenía 14, no recuerdo bien, pero supongamos que vestía esa camiseta azul bajito con esa frase "What we've got here is..." con esa curier black aterciopelada en baige (¿lo escribí bien?), yo no lo recuerdo bien pero supongo unos vaqueros con una pequeña banderita británica en el bolsillo trasero ¿o era la bandera "sureña" de USA? (Ojo, lo único que representaba era una profunda admiración por el General Lee atrevesando un establo, rompiendo todo). Supongo unas botas raspadas, tiesas, que pertenecieron a mi hermano mayor cuando hizo la mili.
Lo que sí recuerdo bien son esas muñequeras de piel atadas a mis muñecas, mis preferidas, toda rebeldía. Pero supongo por un instante cómo las adquirí... quizás me las gané tirando dardos o con un rifle en la feria, o las compré en un viaje a "rusia" (esa montaña de mi pueblo a la que rara vez fuí donde vivían unos "rusos" que vendían de todo), no lo sé ¿un obsequio de Pili? la niña de la clase que se sentaba en primera fila, con el uniforme impecablemente planchado y que tenía un novio inutilmente fuerte. No lo creo.
Pues ese era yo, ese día sentado en la acera tirando piedras sin cuidado. Estaba muy triste, quizás por que era domingo y estaba aburrido, o por que mi madre me había regañado por que recibió una queja de la gorda de la vecina que tenía un hijo gordo, pelirrojo, que se comía los dulces y la comida de todos en la escuela. El mismo que ensombreció mi infancia robandome mis figuritas del Santo o rompiendome mis 'jot-güils', el que tiraba de los cabellos de mi hermanita y el tonto de capirote que no podía con la table del dos pero bien que podía comerse todo lo que encontraba a su paso. Recibió la queja mi madre, de que el gordo ese había perdido un diente después de recibir sendo puñetazo mio en la boca, harto de estar harto... (y, no está bien que lo diga, pero lo disfruté mucho). Y a la calle, profugo de la sentencia a reordenar mi habitación y tirar a la basura tantos dibujos y fotografías de "los greñudos" (así le llamaba mi madre a Black Sabath, Deep Purple, Skid Row y compañía)que lucían en un album de fotos donde alguna vez lucieron mis más esquisitos perfiles de un niño ensimismado y renuente a hacer la primera comunión, vestido con traje blanco de almirante y el pelo engominado y los zapatos lustrados y muy, muy apretados.
Sin embargo, algo me dibujó una sonrisa, la misma sonrisa que sólo era capaz de sacarme Pili cuando indiferente me miraba con esos malditos ojos llenos del agua azul del mar hermoso de mi imaginación (bueh, en realidad eran de un café sin gracia... pero para mi eran como dos luceros que alumbraban los basureros de mi estampa). Esta vez, era una canción que inconcientemente tararié sin darme cuenta que nunca en la vida había escuchado. Me levanté del lugar y me aproximé a la casa de enfrente donde vivía Anselmo "El mancha", un señor que por las noches se subía a tomar cerveza directamente del pico de una botella de 1.7 lts y fumaba algo que debió ser un tabaco muy delicioso por que no dejaba salir el humo y se fumaba hasta quemarse la punta de sus dedos. Como nosotros, Gio y yo, nos bricábamos la barda de un terreno abandonado para fumar Tigres, sólo que nosotros no lo disfrutabamos tanto, pues nos provocaba una tos que ni Dios Padre. Pero al Mancha, no, él era muy feliz con sus cigarros raros y su cerveza y todas esas mujeres que venían a hacer el aseo cada noche mientras él le ponía la misma canción a cada una, cada noche: Money for nothing de los Dire Straits, que a mi también me facinaba. Yo nunca había escuchado esa canción, era 1993 y ahí estaba yo asomándome por la ventana de un loco que vivía entre la mar de libros y humo de tabaco y sin más patria que un refrigerador atiborrado de cerveza, una mesa de billar y tres tristes gatos...
-¿Qué quieres aquí tarado?
-Este... tengo curiosidad, de la música que escuchas...
-Claro, te molesta. Pues largo a escuchar a tus hombres G.
-No, no... más bien me gusta ¿Quién canta?
-Se llama Joaquín Sabina y la canción "Oiga Doctor" ¿En serio te gusta?
-Sí, nunca lo había escuchado.
Me miró por unos segundo, se fue al toca cintas y me dio el cassette de Hotel Dulce Hotel. No dije ni un "thank you", me voltee y seguí directo hasta mi casa, sin ver el camino, sólo caminando con mis ojos en la cinta que llevaba en mis manos.
Esa señores, fue mi primera vez, y aunque esto que les cuento es una historia cierta, ustedes si quieren me la creen o no. Pero como dije en un principio, es una historia real y le sucedió al amigo de un amigo. Salú!

Candelario, Corazón de Dragón.