viernes, 26 de septiembre de 2008

La ciudad del polvo

Juchitán es uno de los sitios donde se van almacenando todas las cosas que recuerdo y las que adivino y las que invento. De todo lo primitivo de lo tribal que somos (los que algo tenemos de Juchitán) no lo ocultamos, como si se pudiera, además.

Ésta es mi muestra, no de las cosas como pasaron, no como son, sino de las cosas por sí mismas, no de los eventos sino de las risas o de los llantos; ésta es mi muestra de la tribu a la que pertenezco sin haberlo pedido, primero por el azar simple de la concepción y después con los años, por los rituales en los que me hice de ellos y los hice míos a un tiempo. Por esta especie de gran móvil suspendido manteniendo un equilibrio de muchas piezas diversas, de volúmenes y texturas distintas todas, pero unidas a nuestra manera, y también a nuestra manera con distancias insuperables.

Yo soy una, me muevo en una ciudad lejos del resto, con un ritmo que es otro también, pero no tengo forma ni voluntad de deshacerme de ese eje. Las razones para querer a los de la sangre no están en mi adn ni porque representen una fuente inagotable de explotación literaria (o quizás) sino en las voces de cada uno, en la complicidad, en lo mágico y lo terrible, mis razones para amarles a cada uno de maneras distintas esta justamente en lo que trataré de narrar.

Uno a uno, en desorden, todos. Y todo empezó, al menos en mi línea materna, en un ciudad que antes fue villa y antes no sé, lo mismo ha sido un pueblo, que un desierto, pero antes y después ha sido un imperio: Juchitán, Oaxaca, la ciudad del polvo.


Foto: Nuestra Señora de las Iguanas, Graciela Iturbide. Juchitan, Oaxaca. México, 1980

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